Por Equipo editorial 

La educación se ha envilecido en los últimos tiempos a escala mundial. Así tenemos que en países como España, sin que esto implique algún tipo de homofobia o misantropia, vemos el cómo mientras se multiplican los derechos de los llamados grupos transexuales, al punto de exigir que sean incorporados en los currículos sus planteamientos de vida, otros están luchando porque la filosofía sea eliminada de los contenidos del bachillerato, porque supuestamente los adolescentes «no tendrían» comprensión de tales pensamientos.

Pretender en algunas sociedades de las cuales no escapa la que está implícita en América Latina de erigirse como referentes de una nueva educación y derechos ciudadanos, mientras existen severas diferencias sobre lo que debería ser lo bueno y lo malo en cada una de las asignaturas y programas de estudios, revela que en el fondo lo que se busca es crear individuos autómatas, plegados a formas conductistas, monitoreados por grupos de poder entre los cuales destacan los mal llamados «influencers», muchos de estos sin tener precisamente adecuados espacios de construcción sociológica, epistemológica y axiológica, han socavado la educación para la formación del ser, y por ende, tanto el conocimiento y las interrelaciones entre los pueblos parecieran que sólo están asociadas por alguien con poder que hemos llamado suprageocomunicacionalidad, o sea, con máximo dominio de atención sobre los Estados y las instituciones, y serían quienes terminarán dominando la «nueva ciudadanía».

Resulta contradictorio, y a su vez preocupante que en tiempos de inteligencia artificial, tecnología y multiplicación de redes de comunicación, sean unos pocos grupos o individuos los que están destruyendo el plano de la educación en el oxigonio de geointegración, neoconocimientos y autonomía del pensar.

De hecho, que un individuo amparado en parte de esa fortaleza aniquile un país en sus connotaciones totalitarias y un mundo se mantenga inerte ante tales pretensiones, y que esos llamados «influencers» ni siquiera expresan condena a semejante barbarie, no es simple ignorancia, sino es la amplitud del «dejar hacer, dejar pasar» que está por cierto, muy condensado en las palabras de tales grupos o «personalidades».

En la misma medida, y orientando el plano de la formación profesional, ver el cómo en América Latina se mantienen los parámetros de pre y posgrados con los mismos esquemas y currículos de hace más de 50 años, es como si se pretendiera mantener la presencialidad de las clases en la carrera de Educación, y a su vez generando «conocimientos» en escuelas y liceos hablando solo de Piaget o Freire.

Por otra parte, no todo puede estar asistido en términos de tecnología y la antigua filosofía. Lo ontológico, que también ha sido desvirtuado en su esencia con fines de mercadeo y nombres de «diplomados» tiene que crearse de manera universitaria en sentidos de una nueva concepción humanística si queremos de manera efectiva, ir hacia un mundo distinto, y no por ver quién o quiénes generan más inventos en la contemporaneidad, sino en deconstruir otros caminos epistemológicos.

No se puede tener una educación sin pensadores educativos. Son los pensadores educativos los llamados a expresar el nuevo mundo que requiere el planeta. Lo demás sólo es parte de un controvertido discurso que sin pedagogía, sin política, y sin amor por la humanidad terminará llevándonos hacia el desastre absoluto de la historia.

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