En su trabajo titulado A Letter to a Noble Lord, el maestro Edmund Burke señalaba que existe una marcada diferencia entre las nociones de cambio y transformación. El cambio, señala Burke, implica la alteración de la sustancia de los objetos y trae consigo una posible pérdida de todo el bien que dentro de sí tiene el objeto en referencia. El cambio es novedad, y la expansión de dicha novedad –si es total o parcial- no puede conocerse de antemano. Por otro lado, se encuentra la transformación. A través de ella, las modificaciones no alteran la sustancia del objeto, sino que se dirigen a remediar cualquier sufrimiento o defecto que fuere originado por el mismo.

Para Burke, de este modo, el cambio que se daba a través de la reforma y no de la tabla rasa era aquel que, efectivamente, permitía preservar y mejorar las instituciones del Estado. Esta era la verdadera transformación. El cambio entendido como una innovación absoluta pudiera ser destructivo y constituía una sustitución del orden capaz de derivar en experimentos potencialmente peligrosos, emanados del seno del gobierno y la autoridad.

Desde luego, las premisas de Burke pudieran ser cuestionables dentro de un ámbito distinto al de las ciencias sociales (por ejemplo, ¿qué pasaría si se descubre algún medicamento totalmente innovador que ayude a la humanidad a erradicar una peligrosa enfermedad?), pero dentro del espacio de la teoría política bien pudieran dar algún asidero para intentar explicar algunos fenómenos de la actualidad.

En lo que va de año 2020 han sido múltiples las manifestaciones de lo que llamaremos la nueva izquierda para fines didácticos, y no estrictamente apegados a la teoría política. Una izquierda con pretensiones totalitarias que, si no se sitúan al margen, acabarán por poner en jaque el sistema de valores republicanos sobre el cual se yerguen buena parte de las denominadas democracias liberales. Tal vez el mayor asombro y estupefacción lo ha causado la oleada de protestas y movimientos “sociales” derivados del homicidio de George Floyd en Estados Unidos, dando pie a diversas manifestaciones y reclamos que deben verse con sumo cuidado.

Comencemos por lo esencial. Cualquier persona con mediana comprensión y apego a la ley rechazará el uso excesivo de la fuerza por parte de las fuerzas policiales, al igual que debiera manifestarse adversa a la discriminación racial. De forma tal que aquellas personas que contravengan estos principios –debido proceso a la víctima, no discriminación, igualdad ante la ley– debe ser procesado y sancionado de conformidad con el ordenamiento imperante. Hasta allí, con sus matices, se hace comprensible la indignación y la efervescencia ciudadana.

¿Pero qué sucede cuando lo que inicialmente parecía una lucha reivindicatoria se transforma en una manifestación amorfa, de demandas difusas y polarizantes, cuyo hilo conductor está signado por la violencia y el saqueo? Pues que la lucha pierde su sentido. O mejor dicho, quienes controlan la agenda de protestas develan sus reales intenciones que lejos están del procesamiento ajustado a derecho de quienes abusaron de su autoridad y causaron el lamentable suceso de George Floyd.

Existe un argumento falaz cuando se dice que no se puede opinar sobre lo que está sucediendo en Estados Unidos cuando no se vive allí, porque el foráneo no está en capacidad de comprender “lo que realmente pasa aquí”. Aunque vivir en un lugar puede dar un conocimiento valioso, el mismo no es absoluto ni infalible. Los locales también pueden equivocarse. Pregúntenle si no a los venezolanos que viven en Venezuela y todavía creen que la inflación no la causa el Banco Central de Venezuela sino el empresario especulador y claman por controles “eficientes”. El vivir en hiperinflación por unos cuantos años no les ha hecho descubrir la verdad de sus males, a pesar de estar padeciéndolos en carne propia.

En todo caso, y volviendo al tema de Estados Unidos, hoy se hace más que evidente que detrás de lo que parecía una cándida y pacífica protesta de reivindicación a minorías y respeto a la ley, se convirtió en una clara amenaza a las bases fundacionales del propio modo de vida estadounidense. La premisa es más que clara: hay que eliminar el sistema de gobierno imperante en el país, el sistema que comprende desde los órganos de policía hasta la propia figura del Ejecutivo Nacional. Entretanto, y por el medio del camino, se llevan de por medio expresiones literarias, series de televisión, museos, parques, plazas, estatuas, locales comerciales, e incluso cualquier ciudadano común que simplemente represente el “antiguo orden de cosas”.

A los ojos de las ideas de Burke planteadas inicialmente en este artículo, estaríamos frente al cambio. Un cambio absoluto que poco o nada bueno estima en el objeto que desea transformar. Visto así, como bien señala el pensador nacido en Dublín, se teje el camino para un peligroso experimento social, que bien pudiera desviarse hacia el camino totalitario. Las razones para sostener estas premisas como punto de partida son sencillas pero desgarradoras. Buena parte de los manifestantes subversivos buscan destruir las instituciones imperantes en el país. Adicionalmente a ello, dado su proceder, se ha puesto en evidencia su desprecio por el Estado de Derecho, el acatamiento de la ley, el respeto al derecho de propiedad y, por supuesto, cualquier atisbo de mediación pacífica para concretar algunas de sus demandas y necesidades.

Hay un denodado intento de generarle al ciudadano estadounidense un sentido de desconfianza y descreimiento en sus instituciones, de forma tal que piense que su sistema no sirve, no tiene solución y que una vez convertido en cadáver no tiene remedio de ningún tipo por lo que debe ser sustituido por completo. Se quiere, así, hacerle sentir a la población estadounidense que su país denota una sociedad fallida, desarticulada y totalmente ausente del sentido de cooperación, armonía y bienestar al que debe aspirar toda comunidad. Así, frente a este bombardeo incesante, sentir orgullo patrio, enarbolar una bandera, es visto como un gesto de traición, del mismo modo que se desprecia a todo aquel que de alguna u otra forma promueve los valores y tradiciones sobre los cuales se ha construido la sociedad estadounidense a lo largo de más de tres siglos.

No queda claro cuál será el alcance inmediato de todo ello. Nuevamente con esa premisa se le confiere la razón a Burke. Se puede conjeturar sobre las posibles intenciones, pero en la praxis, hasta dónde puede llegar toda esta marejada destructiva causa preocupación. Hay quienes señalan que esto se limita a una estratagema electoral para adversar al presidente Trump, convirtiendo la indignación del caso Floyd en una suerte de plebiscito mediático y callejero contra el mandatario estadounidense (irónicamente al tiempo que se criticaba la laxitud con la que el gobierno federal había manejado la pandemia derivada del coronavirus, y las solicitudes de “lockdown” por no pocos adversarios del mandatario republicano), y se cree que una vez eliminado Trump del panorama las aguas volverían a su cauce.

Otros sugieren que quienes protestan no son más que una minoría muy ruidosa –y rabiosa– con buena pegada en los medios y redes sociales, pero que, sin embargo, es rechazada por la mayoría de los ciudadanos estadounidenses, quienes quieren vivir en paz en un país que tanto les ha dado. Lo cierto es que el movimiento ha comenzado a trascender las fronteras americanas, y minoritario o no, ha llegado a otros países. Tal es el caso del Reino Unido.

Lo ideal es que quienes adversan al sistema (y fuere el caso concreto, al presidente Trump) decidan removerlo a través de los mecanismos institucionales dispuestos para ello, especialmente las elecciones. Pensamos, sin embargo, que lo que se avizora es mucho más complejo y trasciende al mandatario norteamericano. Son demasiadas las aristas que hacen pensar que estas manifestaciones, el alcance de sus propuestas, no acabarán con la eventual salida de Trump y la llegada de un demócrata a la Casa Blanca. No. Esto va mucho más allá.

De allí que hoy la mayoría es los estadounidenses tienen la difícil misión de sobreponerse a la hegemonía de pensamiento que a través de distintos medios ha difundido la nueva izquierda, y defender la tradición y valores que subyacen dentro de los principios de un gobierno limitado, y que han hecho de Estados Unidos tal vez la nación moderna más exitosa de la historia. Por los vientos que soplan, luce poco probable que cualquier cambio radical produzca un mayor grado de libertad para los ciudadanos de aquel país. Por el contrario, se avecinan tiempos de censura, violencia y persecución. Tiempos que probablemente ningún estadounidense de espíritu libre desearía. Bien lo sabemos nosotros los venezolanos, que amplia experiencia tenemos en el tema. Hay ciertos principios que trascienden Estados y naciones y deben defenderse a toda costa por el bien de la humanidad.

 


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