Seguramente porque supone que el ocio da popularidad, que el no hacer nada satisface a la gente, el usurpador no pierde la ocasión de conceder asuetos. Quizá influya en sus decisiones la costumbre de no hacer nada que lo ha caracterizado desde que vino al mundo a pasar una vida muelle, pero sin duda tiene la idea de que gana simpatías cuando le pide a la ciudadanía que se quede en su casa viendo el techo, como si no hubiera otras cosas que se deban apreciar y disfrutar en sociedad.

Pero la gente no ha tenido la suerte del proclamador de las vagancias largas con permiso de la autoridad, sobre cuya historia de reposero han corrido relatos proverbiales. Él representa un caso insólito de ascenso desde el estado de parasitismo en el cual creció y llegó a darse a conocer, pues hay que tener el favor del destino o el apoyo de un jefe irresponsable para llegar de la nada y de la molicie a cargos importantes en el sindicalismo, en el Parlamento, en el gabinete de ministros y en el palacio presidencial. Llegar a los ministerios y a la jefatura del Estado sin que lo precedieran unos antecedentes de laboriosidad es un caso insólito que difícilmente se puede repetir, ni siquiera pensando en la alternativa de que, si la gente se queda rascándose la cabeza en la cama y otras partes del cuerpo frente al televisor, la república se llenará de sindicalistas, de diputados, de ministros y presidentes. De gente envidiable, gente tocada por la fortuna, en suma.

Hace tiempo que en Venezuela la fortuna se busca a través del trabajo. El usurpador no lo sabe porque no lo ha vivido en carne propia, pero la mayoría de los gobernados se levanta de madrugada a coger agua clara y a marcar su tarjeta en fábricas, oficinas, talleres y negocios. “Aquí, trabajandito”, dice la mayoría de los venezolanos cuando saluda. “Aquí, en la vagancia y en la esterilidad”, debería decir el usurpador ante los contados individuos que lo tratan y visitan. Todo un contraste, una pugna de ejemplos en la cual se reflejan entendimientos diferentes de la vida y de la responsabilidad de cada cual, presente en las determinaciones del usurpador y en la decisión de no hacerle caso que ha tomado la mayoría de los ciudadanos.

En estos primeros días de Semana Santa la gente ha salido a trabajar. Las oficinas cumplen sus horarios, los bancos atienden a los clientes, los negocios privados siguen con sus rutinas, se llevan a cabo las diligencias que la situación de aprietos permite, como si el usurpador no hubiera convertido los días culminantes de la Cuaresma en paraísos de ocio e inutilidad. No solo estamos ante manifestaciones de desobediencia civil que no se deben echar en saco roto, sino también ante una muestra de laboriosidad y de compromiso con las necesidades individuales y sociales que augura tiempos mejores para Venezuela.


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