Lo malo de lo que ocurre hoy en Venezuela es que aunque existe una causa en particular que lo origina todo, las consecuencias nefastas de esa causa se han convertido en generales. Lo vemos en todos y cada uno de nuestros actos cotidianos. Por ejemplo, si queremos bañarnos para acudir al trabajo resulta un propósito imposible porque la escasez del servicio de agua es general. Lo mismo ocurre con el Metro, con el abastecimiento de gasolina, con Internet y con el funcionamiento de los hospitales, y ni qué decir con la electricidad que, sorpresiva pero puntualmente, nos visita en la forma de apagones generales.

Hasta aquí nada que no hayamos padecido en carne propia la mayoría de los venezolanos, pero siempre existe una guinda especial para la torta, porque Venezuela es a no dudarlo una de las tortas más grandes y hermosas de la historia ocurrida en esta parte de Latinoamérica… tan hermosa que por inconcebible devino en una pesadilla general de la cual resulta poco menos que imposible despertar.

Degustemos pues una pequeña parte de esta torta que hoy nos mancha la camisa y buena parte de la conciencia. Ayer nomás al despertar nos enteramos de un nuevo capítulo de la tragedia que sufre Karen Palacios, una clarinetista de 25 años de edad formada en el Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela y estudiante del Conservatorio Simón Bolívar. A ella le ha sucedido algo muy particular pero que, para su desgracia, ha resultado en un choque “uniformadamente” general. En una mañana hermosa pero agitada, a Karen le pareció de lo más normal escribir unos tuits en los cuales manifestaba su molestia por la desproporcionada represión que los cuerpos policiales y militares estaban desatando contra quienes marchaban por las calles con ocasión del Primero de Mayo, Día del Trabajador.

Más vale que no, como dirían nuestras tías, pues los pacíficos aunque ciertamente atrevidos tuits tuvieron el mismo efecto que las bombas químicas que el dictador sirio lanzó contra las fuerzas rebeldes que pretendían sacarlo del poder. Pero Karen Palacios no era para ese momento –ni lo es hoy– una combatiente uniformada o entrenada por comandos rusos de la KGB ni por el Mossad israelí. La primera sorprendida fue ella cuando los comandos bolivarianos armados hasta los dientes le pusieron las manos encima y la inmovilizaron como si fuera el peligroso terrorista Bin Laden a punto de atacar las Torres Gemelas en Nueva York.

Karen no tuvo tiempo siquiera de sacar de su estuche el clarinete, la única arma que sabe manejar a la hora de responder a un ataque no solo violento sino desquiciado. Desde ese día aciago no ha vuelto a ver la luz del día ni tampoco a su señora madre, sino en contados momentos. Ha permanecido aislada la mayor parte del tiempo y, cuando la suerte está a su favor, logra dormir tirada en una celda sin las comodidades que todo ser humano se merece por la ley y la razón.

Las autoridades han hecho caso omiso de la orden de excarcelación dictada por el tribunal que conoce (o más bien desconoce) la causa. Como un favor obligado se le trasladó a ese antro que llaman –o llamaban– Cárcel de Mujeres, ubicada en Los Teques, el mismo sitio al que este gobierno confinó a la jueza María Lourdes Afiuni. Desde luego, no hay que dudar ni un minuto que todo esto constituye un disparate en grado general. Habría que preguntarse si históricamente las venezolanas saben o conocen en el siglo XXI de una monstruosidad mayor a esta que ocurre y se ceba contra una joven clarinetista, formada para mayor vergüenza en estos años de la revolución bolivariana.

Esta brutalidad, que no tiene nombre ni podrá tenerlo, debería ser el punto de partida de una gran movilización nacional e internacional no solo a favor de los derechos de las venezolanas de tener y de manifestar sus propias opiniones políticas, sino dirigida a ponerle un punto final a este machismo uniformado y general.


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