Ludwig von Mises

El totalitarismo promueve subrepticiamente la fusión del partido único con las instituciones del Estado. Ello suele devenir en desorden que coadyuva formidables ineficiencias en la gestión de los asuntos públicos. El gran Ludwig von Mises insistía en renovar desde la afamada escuela austríaca de Economía, las doctrinas del liberalismo clásico en medio de una creciente burocratización de la vida económica. El rasgo característico de la política de hoy (1944) –apunta en su celebrado ensayo sobre la burocracia– “es la tendencia a sustituir la libertad de empresa por el control del Estado. Poderosos partidos políticos y grupos influyentes reclaman insistentemente el control del Estado sobre la vida económica, la planificación estatal y la nacionalización de las empresas. Apuntan al total control del Estado sobre la educación y la funcionarización de la profesión médica. No hay dominio de la actividad humana que ellos no estén dispuestos a someter a la dirección estatal. Creen que el Control del Estado es la panacea que curará todos los males”. Años después (1974) escribirá Eugene Ionesco a Vladimir Maximov, para entonces editor de la revista KONTINENT: “sabemos que las sociedades llamadas “socialistas” son inferiores a las llamadas “liberales”: en nombre de la justicia y la libertad, el poder ha sido asumido por la tiranía, la corrupción, la arbitrariedad como norma, la injusticia, la censura y el crimen”. Todo ello para Ionesco comenzaba a comprenderse en aquellos años, aunque la intelectualidad de occidente –al menos buena parte de ella, incluida la de países desarrollados de América y Europa– se negaba aceptarlo. Era la segmentación del pensamiento entre las izquierdas, las derechas y el centro ideológico, algo que para Ionesco situaba virtualmente a los países en estado de guerra civil.

Han pasado los años y hemos asistido al fracaso de la revolución cultural de Mao y su propósito de aniquilar todo vestigio de burguesía supuestamente infiltrada en la sociedad nacional –véase la evolución socioeconómica de la China continental a partir del gran viraje de Den Xiaoping–, también del fallido modelo totalitario soviético y su engañosa influencia global –sobre la Cuba doliente que aún no termina de expiar los quebrantos del socialismo, entre otros casos emblemáticos de nuestro tiempo–. En sentido contrario han evolucionado las naciones que conforman la Europa del Este, una vez despojadas del componente ideológico y político Marxista-Leninista que les acarreó tantos males. Lo insólito del caso es que nuestra América caótica –salvo contadas excepciones que se resisten o rectifican a tiempo– ha decidido en pleno siglo XXI a favor del discurso de aquellos a quienes calificaba Von Mises de entusiastas defensores de la omnipotencia del Estado, los que “se muestran muy modestos en el juicio que reservan a su propio papel en la evolución que conduce al totalitarismo. El deslizamiento hacia el socialismo –concluye– pretenden ellos, es inevitable”. Sin duda no se trata como sostenía Marx de una suerte inexorable, asociada al cumplimiento de una ley natural que no existe.

Pero seguimos a merced de crisis económicas que emergen de tiempo en tiempo, no todas explicables por la teoría de Von Mises y su visión del mercado conmovido por la expansión del crédito que promueven el gobierno y la autoridad monetaria. Persisten temas de fondo y de carácter estructural, como las desigualdades entre los sectores primario, industrial y de los servicios –obviamente en términos de su desarrollo y funcionalidad–, la importación de bienes intermedios y de capital no producidos en el país –dejemos a salvo el tema de las ventajas comparativas–, el desigual desarrollo tecnológico que exhiben los agentes económicos nacionales y extranjeros –apenas se percibe en los primeros un escuálido progreso tecnológico propio–, entre otros asuntos que conciernen a la mayor parte de las economías de la región latinoamericana. El caso venezolano es patético ante el vacío que deja la casi desaparición de una industria petrolera que generaba una enorme proporción de las divisas que ingresaban al país –y un relativo estado de bienestar asistido por los proventos de la liquidación de un activo del Estado en lugar de una mayor producción de bienes y servicios–. ¿Cómo podrían los agentes económicos del sector privado reponer esos ingresos? Ante la obvia respuesta, algunos se vienen conformando con redimensionar las cosas: ahora somos una economía muy pequeña y tenemos que adaptarnos, suelen decir. Pero resulta que tenemos veinticinco millones de habitantes-residentes en el país, de los cuales algo más de un diez por ciento tienen poder de compra. Con un Estado empobrecido y un sector privado incapaz de generar empleo y riqueza para la gran población, es extremadamente difícil alcanzar una deseable estabilidad política y económica.

Una vez más entramos en campaña político-electoral y la dirigencia –salvo honrosas excepciones– se desdobla en proponer objetivos inalcanzables –mienten y engañan a los electores que apenas se conmueven, fundamentalmente por el drama humanitario que les envuelve–. El argumento simplista y por demás falso del régimen, según el cual son las sanciones impuestas por la comunidad de naciones las responsables de nuestros males económicos de actualidad, no parece calar en la colectividad nacional. Sobrevivir a los tiempos es más importante que hacer caso a los políticos, sean de cualquier tendencia.

Las causas de nuestro fracaso histórico se asocian a los antecedentes que provienen de una democracia representativa cuyos líderes no fueron capaces de responder a las expectativas de la gente común. El salto al vacío de 1998 nos trajo a esta debacle que solo podría enjugarse con un cambio de régimen que permita a todas las expresiones válidas de pensamiento y acción –incluido el socialismo democrático–, convivir en armonía siempre que se respeten las reglas de juego, se reinstitucionalice el país y se excluya todo aquello que Uslar Pietri calificaba como “avalancha de logreros, buscones y pícaros de toda laya que ha irrumpido en nuestro presente”, esos que solamente “proliferan en la podre de la corrupción”. Comencemos por desmontar esa burocracia atestada y parasitaria que ha instalado el socialismo del siglo XXI en Venezuela.

El régimen ha logrado el propósito no solo de dividir a la oposición política –hundida en la nimiedad del llamado G4–, sino además ha fomentado exitosamente el odio entre sus dirigentes. Triste espectáculo el que han dado algunos opositores en semanas recientes, cuando –por encima de todo– es su deber primario contribuir a la unidad para salir de la crisis; unidad que no solo concierne al país político desafiante del régimen, sino a todos los sectores de la vida nacional que aspiren a una Venezuela viable en democracia. Urgen soluciones serias y de fondo antes que dislates, rivalidades y componendas. Todo ello nos advierte una penosa conclusión: poco o nada en materia económica y social puede esperarse del circo pedestre que delimita la política de nuestros días aciagos.

 

 


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