Foto: Juan Diego Avendaño

El pasado 15 de abril Provea, organización no gubernamental conocida por su defensa de los derechos humanos en Venezuela, reveló que durante los últimos 10 años (el tiempo de Nicolás Maduro en el poder) los cuerpos militares y policiales han dado muerte a 9.465 ciudadanos (de ambos sexos, de todas las edades y profesiones). Son más todavía, según otras instituciones (Observatorio Venezolano de la Violencia). Debían protegerlos, pero los han matado. Seres humanos, proyectos de futuro, que amaban, trabajaban o estudiaban. Pertenecían a clases humildes y vivían en barriadas populares. En pocos casos los autores han sido enjuiciados y casi nunca condenados.

La vida es el bien más preciado de los seres humanos. Le ha sido entregada a cada persona por el Creador para la realización de un destino. Y con ella surgen el conjunto de facultades (o derechos) necesarias para hacerlo posible. Confiere a quien se concede una dignidad especial que lo distingue y protege. No pertenece a nadie. Ni a los padres, la sociedad o el Estado. También es un bien indispensable para la sociedad, que requiere la renovación constante del grupo. En los libros sagrados (y en muchos de los primeros mitos) la creación –incluida la materia inerte– aparece ordenada a la vida, lo que la ciencia moderna confirma. Es la cumbre de ese proceso. Coinciden en eso el “Génesis” y el “Origen de las Especies”. Así otorgada, la vida es sagrada. Por eso, nadie puede disponer de su continuidad, ya sea en sus manifestaciones individuales o colectivas.

A pesar de esos principios, el hombre mata desde la antigüedad. El mal es también de su naturaleza, como explicó el Señor a Caín, “pero tú debes dominarlo” (Gen.4,7). Y lo hace no para satisfacer necesidades primarias (como los animales) sino impulsado por otros sentimientos. Por eso, tanto los más antiguos libros sagrados como las primeras leyes prohibieron matar, aunque desde que se constituyó la primera autoridad se arrogó la potestad de ordenar la muerte. Sin embargo, no se mata a un hombre. En las guerras se mata a millones de seres humanos. En otras ocasiones, a todos los que pertenecen a un grupo particular. Los más famosos conquistadores (Qin o César, Genghis Kan o Tamerlán) fueron genocidas, como algunos de los “revolucionarios” recientes (Hitler, Stalin, Mao Zedong). Todavía hoy, mientras se proclama el carácter natural y universal de los derechos humanos, se adelantan genocidios, algunos de tipo cultural.

Hasta comienzos del siglo XX la violencia imperaba en Venezuela: como si durante la guerra de independencia –de trece años– se hubieran enraizado el odio y el impulso destructor. Las milicias coloniales no se sustituyeron por cuerpos capaces de garantizar la seguridad. Por otro lado, las ambiciones de los próceres y caudillos originaron múltiples pronunciamientos y alzamientos y dos grandes conflictos. Aquellas acciones diezmaron la población e impidieron el progreso. En 1903, Juan Vicente Gómez impuso la paz y luego su gobierno mantuvo el orden y la tranquilidad. De allí la aceptación de su dictadura por los venezolanos. Erradicó el bandidaje y creó un ejército profesional para la defensa nacional y la estabilidad institucional. Esa situación se prolongó después, a pesar de algunos episodios esporádicos de agitación. Es de tomar en cuenta que el país vivía dos procesos de transformación profunda: la emigración campesina y la conversión de la base económica.

Los tiempos de la democracia fueron, casi siempre, pacíficos. En los comienzos la paz se vio alterada por intentos revolucionarios de signos contrarios (militares golpistas o seguidores del castrismo). Después, ocurrieron perturbaciones del orden en algunas ciudades ante problemas específicos. La situación comenzó a cambiar cuando se desató la crisis económica. El desmejoramiento de las condiciones de vida, evidente desde comienzos de los años ochenta, se agravó a finales de la década y provocó las graves protestas de febrero de 1989 (durante las que fueron asesinadas cientos de personas). Durante los años noventa, de gran agitación política, mientras se trataba de superar los problemas económicos y continuaba el empobrecimiento de la población, aumentaron ligeramente los índices de violencia. Según Provea el índice de muertes violentas pasó de 13 por 100.000 hab. en 1990 a 19 en 1998. Desde febrero de 1999, la prédica del nuevo caudillo desató los viejos diablos escondidos.

Desde el comienzo del gobierno de Hugo Chávez se observó un aumento notable en los índices de criminalidad. A pesar de mayores ingresos, resultado de mejores precios del petróleo (que permitieron el establecimiento de “programas sociales”), saltaron las cifras referidas a todos los delitos: en cuanto a los homicidios, se pasó de 19 por 100.000 hab. en 1998, a 25 en 1999, a 39 en 2003 y a 49 en 2007. Al morir “el caudillo” ya era de 74 por 100.000 hab. (entre las más altas del mundo). El incremento, según muchos especialistas, se debió al elogio constante de la violencia por los nuevos gobernantes y a la actitud tolerante de las fuerzas policiales (intervenidas y controladas) frente al delito. Ambas conductas respondían a la intención del nuevo poder de asegurarse el apoyo de quienes habitaban las grandes barriadas de las ciudades. En realidad, se impuso el miedo y la inseguridad.

A partir de 2013 la situación se hizo incontrolable. A los factores ya mencionados se sumó la caída de la producción petrolera (que causó la incompetencia de los administradores, atribuida falsamente a las sanciones posteriores contra dirigentes del proceso político) y de los ingresos fiscales. Se desató una pavorosa crisis económica (desplome del PIB, hiperinflación) con desastrosos efectos sociales (empobrecimiento, desempleo, hambre, emigración masiva) que aún no se ha superado. Se multiplicaron las cifras del delito, ante la incapacidad de los cuerpos policiales, desmoralizados y desorganizados, bajo comandos militares. Las estadísticas, reveladas por entidades privadas, impresionaron al mundo. De seguidas, la de muertes violentas (según la orgabización no gubernamental OVV):

AñoMuertesTasa*AñoM V.Tasa*
201321.63079201823.04781,4
201424.98082201916.50660,3
201527.87590202011.89145,6
201628.47991.8202111.08140,9
201726.61689202210.73740,4
Total:  202.842

*Por 100.000 habitantes.

La violencia de estos tiempos ha sido impuesta desde el poder. Cierto es que la crisis económica y social (que arrojó a millones en la pobreza) y la crisis política (que produjo desconfianza hacia la democracia) llevaron en los noventa a mayores manifestaciones de violencia. Pero, las cifras, que preocupaban, todavía eran bajas. El incremento posterior – explosivo durante la segunda década del siglo– ha podido evitarse. El país dispuso de recursos para mejorar el ingreso y las condiciones de vida de sus habitantes. Pero se despilfarraron y sobre todo se desviaron para enriquecer a los nuevos dirigentes. Al mismo tiempo, se emplearon la coacción y el atropello como instrumentos de dominación: “Así, ¡así es que se gobierna!”, gritaban los fanáticos cuando se anunciaban medidas coercitivas. Al diálogo sucedió la orden, al debate el acatamiento a los caprichos del jefe, al reclamo la palabra grosera (y discriminatoria). No se gobierna, se manda.

El poder ha alentado la violencia. El régimen, a pesar de sus triunfos iniciales, considera que su legitimidad deriva de las armas, del alzamiento de 1992. Chávez repetía: “Esta es una revolución pacífica, pero armada”. Creen sus dirigentes que en materia de seguridad pública pueden aplicarse los métodos del cuartel (incluido el lenguaje). Es un error: los ciudadanos no están sujetos a obediencia de sargentos; y las funciones policiales son civiles, no militares. Por eso, algunas iniciativas (confiar a la fuerza armada el control del orden o autorizar el uso de armas letales en manifestaciones) han tenido graves consecuencias, como la conversión del agente en delincuente con la complicidad de sus superiores. Miles de venezolanos han sido asesinados en planes para “liberar al pueblo de los malandros”: 34.432 desde 2016 (OVV).

AñoMuertesAñoMuertes
20165.28120204.231
20175.53520213.966
20187.52320222.610
20195.286

 

En pocos casos las autoridades, obligadas –sin requerimiento alguno– a realizar las investigaciones correspondientes, han procedido a actuar. Esa actitud provoca la impunidad y anima al delincuente a cometer otros crímenes. Pocos son condenados y parece que ninguno ha cumplido su pena. En ocasiones, se ha facilitado su huida al exterior. En realidad, deriva de la esencia del régimen: como en todos los totalitarismos, se desprecia la vida y se considera necesaria la muerte de algunos o muchos. Por eso, en Venezuela los jerarcas políticos permiten (¿o promueven?) la violencia y son corresponsables de los asesinatos ejecutados por sus subordinados.

Twitter: @JesusRondonN


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