El informe presentado esta semana en Naciones Unidas sobre la desastrosa situación de los derechos humanos en Colombia nos lleva de vuelta al tema de esa paz –PAZ con mayúsculas– que algunos creyeron que era posible instituir en Colombia una vez concluido el bien ponderado Acuerdo de La Habana entre las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos.

Quienes pensaron que, al concluir su gesta habanera con un documento rubricado, aquel presidente daba por cerrado el capítulo de la pacificación de la guerrilla de las FARC se hallaban en un cuento de hadas que les convenía abrazar. La ingenuidad no era lo que correspondía.

Aun habiendo funcionado correctamente los propósitos de enmienda de los insurgentes negociadores y la entrega de sus armas, tales planes no envolvían la totalidad de las acciones de terrorismo del país ni daban solución a esa inveterada inclinación violenta de los actores sociales, de la fuerza pública y de los particulares que se enraizó en Colombia a lo largo de medio siglo de horrores.

De hecho, las disidencias de las FARC hoy cometen tropelías, asesinatos, masacres, del mismo tenor que sus predecesores, quienes observan el panorama cómodamente desde el Parlamento colombiano. En esa otra categoría caen cantidad de violaciones de derechos humanos que requieren atención minuciosa y dedicación agresiva, como es el de la vigilancia de las propias fuerzas armadas colombianas, a quienes corresponden en este informe recién salido del horno severos señalamientos de violaciones de los sagrados derechos de sus compatriotas.

¿Es esto lo que más molestó al presidente Iván Duque, principal responsable desde hace dos años de llevar adelante una política eficaz de retorno a la calma en su país? ¿O fue la incapacidad propia para contener el evidente y constante asesinato de líderes sociales, lo que también es tema de reseña de todos los días para la prensa nacional? En el informe de la misión de la ONU presentado por Michel Forst no hay falacia ni exageración. Un ejemplo: su reseña da cuenta de 108 asesinatos de líderes sociales en 2019, una cifra que incluso es inferior a la reconocida por la propia Defensoría del Pueblo colombiano, institución que la situó en 134.

El panorama que dibuja la misión de observación es complejo y en él se hace patente el retroceso a momentos anteriores a 2014, cuando las masacres estaban en el orden del día en Colombia. El informe no es destructivo, hace recomendaciones específicas para que la situación mejore y acabe la indefensión legal o falta de acceso a la justicia por parte de los afectados. Lo apropiado es reconocer que la impunidad sí perpetúa la violencia. Con relación a los asesinatos de líderes en favor de la paz, apenas 11% de los casos ha sido aclarado; en el 89% restante no se ha determinado la culpabilidad.

Es explicable que Iván Duque haya desarrollado un síndrome de piel fina frente a estos hallazgos, pues sin duda que el esfuerzo de su gobierno debe haber sido colosal para atender un problema que no solo fue heredado, sino resuelto de manera facilista en los textos de La Habana. El presidente se apresuró a calificar muy airadamente el informe de “incompleto, desbalanceado, superficial y limitado”. Su lenguaje para reprobarlo ha podido ser más elegante, pero no es el tema crucial.

Pedir la expulsión de la ONU, como solicitó el presidente Álvaro Uribe con su particular estilo agresivo y contundente, equivale al viejo cuento de “vender el sofá” para terminar con la infidelidad de la pareja.

Total que sí, Colombia queda desnuda frente al mundo a dos años de haber firmado una paz que sigue siendo una entelequia. Pero no es el gobierno de Iván Duque el señalado. Intervienen en ese lamentable estado de cosas las responsabilidades de la sociedad entera, aunque el garante de la calma sea el gobierno de turno.

Aprender del informe es lo que toca. No descalificarlo.


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