Foto Presidencia de la República de Colombia

La intervención de Iván Duque esta semana ante la Asamblea General Anual de Naciones Unidas en Nueva York –la que será la última durante su mandato constitucional– no dejó dudas acerca del rumbo que el presidente de los colombianos desea imprimirle al país, lo que resulta ser el resultado de una estrategia bien diseñada para atender las más urgentes necesidades del colectivo.

Quedó claro en su alocución a los diplomáticos y líderes del mundo que el desarrollo colombiano no es un evento inercial sino la consecuencia de una pieza clave de planificación y de un esfuerzo concertado del país entero por atender sus ingentes necesidades. Casi todos los discursos de los mandatarios que se dirigen a los presentes en el magno evento anual de la comunidad internacional tienden a ser esdrújulos, muchos exagerados, otros excusan a sus gobiernos de no haber acometido tanto como deberían, y la mayoría escuda sus falencias en la devastación de lo que ha sido el legado de una pandemia que ha limitado severamente su gestión al frente de la nación.

Sin ánimo de ser indulgente debo decir que me sorprendió que nada de lo anterior coloreó la alocución de la máxima figura colombiana. Su pieza fue equilibrada, nada altisonante, apegada a realidades prácticas y sin fanfarrias, pero no dejó de subrayar las inmensas dificultades que atraviesa su país y que el gobierno está tratando de resolver en beneficio de los connacionales.

Llamó la atención el acento social que imprimió a su mensaje. Colombia si está golpeada pero el colombiano está recibiendo una atención esmerada de manera de poder revertir los efectos de la inactividad de muchos meses, de la debilidad sanitaria, de la violencia interna que contribuyó a empeorar la situación de los ciudadanos y de las empresas, todo ello sin ocultar ni dejar de hacer referencia a su país como motor del narcotráfico planetario.

Hubo, desde mi punto de vista, dos temas que hay que destacar: el primero es que no calificó negativamente al proceso de paz que su gobierno se vio obligado a instrumentar –un proyecto del gobierno de Juan Manuel Santos sobre el que el mandatario mantenía razonables reservas–. Tampoco lo catalogó como un obstáculo a la tranquilidad de su país y al desarrollo de un ambiente proclive a los negocios y a la vida productiva. De todos es conocido cómo y cuánto el accionar agresivo de las “disidencias” de las FARC –eufemismo para designar algo que no ha cambiado en su esencia y apenas ha recibido un nuevo apelativo- y del ELN, además de otros grupos criminales asociados a ellos, ha mantenido al país en vilo y ni es un secreto tampoco la manera como las izquierdas organizadas han alentado protestas encaminadas a desestabilizar a un país debilitado por el virus del COVID. Duque no se escudó tras esta situación para excusarse del altísimo grado de violencia ciudadana que hoy es ley en Colombia y de cómo el campo y las áreas fronterizas se han desmadrado como consecuencia de los ataques criminales, inclementes y constantes de los facinerosos. Por el contrario, Duque fue generoso al reconocer que algunos de los elementos de la reinserción de los grupos violentos de antaño incluidos en el texto del Convenio de La Habana se están cumpliendo a buen ritmo.

En donde el presidente neogranadino no dejó espacio a interpretaciones ni a indulgencia alguna fue en el tema del retorno a la democracia en el vecino país venezolano. No se refirió a la manera en que el desastre humanitario vecino afecta la recuperación colombiana ni tampoco a la deliberada y perversa intervención del régimen de Nicolás Maduro en la dinámica colombiana. Venezuela fue el único país mencionado por Iván Duque en su discurso y el llamado a la comunidad internacional fue explícito cuando reclamó acciones inmediatas para defenestrar a un régimen irrespetuoso de los deberes democráticos. Sin atacar frontalmente al diálogo propiciado por Noruega que está teniendo lugar en México, llamó a los gobernantes de terceros países a dejar la ingenuidad a un lado en cuanto a sus resultados. En pocas palabras y sin pelos en la lengua etiquetó los actores de los dos lados de esas conversaciones como la “resistencia democrática” y la “narcodictadura”. Ello en Naciones Unidas, y usando la alta tribuna que corresponde a un jefe de Estado, es mucho decir.

Duque se tomó en serio aquello de hacer su tarea frente a los países que aún no entienden la relación de causalidad que existe entre  los grandes dramas de su país y el gobierno vecino y, sin decirlo, puso de relieve que poco podrá hacer su gobierno en esos terrenos mientras la falta de democracia, la corrupción y el narcoterrorismo estén parqueados a su anchas más allá del Arauca.

 

 


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