A Manuel Millán

He procurado a toda costa eludir el tema de la pandemia porque, desde hace más de un año, las informaciones dominantes en los medios de comunicación se relacionan con la curva de contagios y decesos ocasionados por la peste china y la carrera contrarreloj para inocular lo antes posible al grueso de la población mundial. Los pavorosos inventarios y las sucesivas mutaciones del SARS-CoV-2 generan paranoia, angustia y desasosiego y, por eso, hemos sido parcos en lo inherente a una plaga de proporciones bíblicas muy difícil de obviar; y, por eso mismo, celebramos como esperanzador el «descenso, en la última semana, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, de 17% en los contagios globales de covid-19 y de 10% en las muertes, pese al elevado número de países donde se detectan nuevas variantes del coronavirus». De Venezuela nada sabemos con exactitud:  privan la manipulación estadística y la desinformación. Ayer llegó el primer lote de 100.000 piches vacunas rusas, y no hace falta preguntarse quiénes serán los 100.000 privilegiados con el pinchazo de la Sputnik. Los pendejos ya estamos en la nueva versión de la infame lista de Tascón, y el carnet de la patria boba no aplica para optar a la inmunización. Lo peor está por venir, temen virólogos y epidemiólogos.

Aunque el preámbulo parezca digresión anticipada, no lo es. El pasado 2 de febrero, al despuntar la mañana, falleció en Margarita el combativo y polémico periodista Pastor Heydra, supuestamente a causa del coronavirus, tal se hizo del dominio público a través de los medios de comunicación y de las redes sociales; sin embargo, el mal de Wuhan no figura en su certificado de defunción. Las causas importan, pero, en ocasiones, son más relevantes los efectos. A sus amigos más próximos, a pesar de tener conciencia plena de la inevitabilidad de su partida, dado el deterioro de su salud, su mutis definitivo nos sacudió con la fuerza contenida de Los heraldos negros (César Vallejo): «Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios;/ como si ante ellos, /la resaca de todo lo sufrido/se empozara en el alma… ¡Yo no sé!».  Pienso ahora, y ello me obliga a cambiar de registro, en un reciente artículo de Mario Valdez, a propósito del triste y solitario final de Pastor, publicado en el portal CCN: A Pastor Heydra, nadie le quita lo bailao’ (9/02/21).

En el panegírico, se me cataloga de escritor. No es posible plasmar el rubor en blanco y negro, de lo contrario, estas líneas pudiesen sonrojarse, pues no me creo merecedor de tal encumbramiento, y lo conjeturo gestado al calor de aflicción concitada en Mario por la desaparición física de nuestro entrañable y común amigo; al escribir, me limito a oficiar como un artesano o, mejor, un obrero de la palabra pobremente versado en el arte de la composición literaria. Afirmo lo anterior no por un arrebato de falsa modestia, sino a la luz de una conversación leída en la revista Time (4-02-21) —Unidad con propósito. Amanda Gorman y Michelle Obama hablan sobre arte, identidad y optimismo—. La joven poeta afroamericana, estrella rutilante en el acto de investidura de Joe Biden, en el cual arrancó lágrimas a la concurrencia con un poema de su autoría, The Hill we climb (La colina que escalamos) —«De alguna manera hemos resistido y hemos sido testigos de/ una nación que no está rota, /sino simplemente inacabada. /Nosotros, los herederos de un país y una época/ en que una chica negra flaca, /descendiente de esclavos y criada por una madre soltera, /puede soñar con convertirse en presidente/solo para encontrarse recitando para uno»—, recomienda no subestimar el poder del arte en el lenguaje de la gente» y, alude al «síndrome del impostor» preguntándose si el contenido de sus creaciones es lo suficientemente bueno. Yo me pregunto lo mismo. Por eso, amigo Mario, estimo excesiva tu categorización; no obstante, la agradezco.  Y, a estas alturas, el discurso se alarga, el espacio se acorta, y debemos adentrarnos en otras aguas para revistar someramente un asunto recurrente en mis desvaríos dominicales: la unidad de las fuerzas opositoras al régimen de facto.

La unidad pareciera ser el ábrete sésamo de la temporada de cuarentenas intermitentes. Desde distintos ángulos de la oposición autodestructiva se levantan –por estos días abundosos en rumores acerca de negociaciones cocinadas en hornos noruegos y fogones españoles, voces clamando por la unión, eso sí, en torno a los pareceres de cada quien y no en tanto prerrequisito para precipitar un cambio de gobierno conducente a la recuperación de la democracia, es decir, como estrategia para el logro de un objetivo claro y único, concebida en los términos, sencillos y contundentes, esbozados por la Gorman en su diálogo con la señora Obama: «La unidad sin un sentido de justicia, igualdad y equidad es producto de una mentalidad retorcida. La unidad l futuro implica aceptar nuestras diferencias y apoyarnos en esa diversidad. No se trata de unir brazos sin cuestionar para qué. Es unidad con finalidad». Cuando en Venezuela los consensos cuajaron en una plataforma unitaria, la MUD, por ejemplo y sin ir muy lejos, los resultados se hicieron sentir (primarias de 2013, elecciones parlamentarias de 2015). Cuando los egos se dispararon, los frutos del disenso los cosechó Maduro. Mientras el país sea solo una abstracción o un recurso retórico y se lo peloteen como Chaplin el globo terráqueo en El gran dictador y el YO se cargue al NOSOTROS, no habrá futuro. Y evoco a Miyó Vestrini: «El país, decíamos, /lo poníamos en las mesas, /lo cargábamos a todas partes, /el país necesita, /el país espera, /el país tortura, /el país será, /al país lo ejecutan, /y estábamos allí por las tardes/a la espera de algún doliente/ para decirle/ no seas idiota/piensa en el país». (El invierno próximo, 1975). Tenemos 21 años a la espera de un deus ex machine que ponga fin a la tragedia nacional, ¿Necesitaremos un pensador activo y deslumbrante cual concluyó Rodolfo Izaguirre en su columna del pasado domingo?

¿Estamos llegando al llegadero? No sé el país; esta descarga, sí. Mas no debemos abandonar el ruedo sin veroniquear una importante efeméride: la de San Valentín, legendario casamentero romano en cuya memoria se festeja hoy el Día de la Amistad, Brindemos por los amigos presentes y ausentes, ¡Salud Pastor! Solía ser Día de los Enamorados a secas y lo de la amistad se le agregó por razones mercadotécnicas, gracias a una tal Esther Allen Howland, de Worcester, Massachusetts, quien hizo fortuna explotando atávicas inclinaciones a la cursilería de sus compatriotas, mediante la impresión y venta de primorosas tarjetas con mensajes e ilustraciones alegóricas al amor, sí, pero, principalmente a la convivencia y hermandad.

El nombre del celestino patrono de las relaciones afectivas se vincula a dos atroces eventos históricos. El primero — «masacre de San Valentín» —, acaecido en 1349, tiñó de rojo la alsaciana ciudad de Estrasburgo, cuando sus habitantes quemaron vivos en sus casas a cerca de 2.000 judíos —hombres y mujeres, ancianos y niños —; el segundo — «matanza de San Valentín», aconteció 6 siglos después, en Chicago, Illinois: el 14 de febrero de 1929, a las 10:30 de la mañana, 7 miembros del North Side Gang (banda criminal de raíces irlandesas) fueron acribillados en un garaje situado en el N° 1221 de North Clark Street  por órdenes de Al Capone. El cine y la novela negra no se han cansado aún de sacarle el jugo a esta celebérrima emboscada.

El primer día de San Valentín se conmemoró el 14 de febrero de 494 y desde entonces fue fiesta oficial de la Iglesia Católica hasta bien entrado el siglo pasado, cuando el Concilio Vaticano II (1969) la eliminó del calendario litúrgico. Los enamorados no le pararon ni medio a esa decisión y cada 14 de febrero intercambian regalos y algo más en el pagano altar de Cupido. Ese algo más está en veremos porque el distanciamiento social inherente a la pandemia desaconseja besuqueos, rascabucheos, lengüinalguiteteos y, en general, cualquier tipo de tejemanejes eróticos y aproximaciones íntimas. ¡Saca la mano!

 


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