Dos acontecimientos internacionales recientes me han llamado poderosamente la atención, son  casi curiosidades o extravagancias en la actual escena global en la que no es un secreto que se han debilitado las democracias y las transgresiones institucionales son vistas con lenidad, incluso por los gobernantes con mayor responsabilidad en el planeta.

Por orden de aparición y de cercanía geográfica aludo en primer lugar a la medida de arresto domiciliario por cinco días emitida el sábado 4 de este mes por el Tribunal Superior de Ibagué al presidente de Colombia, Iván Duque, por una razón ecológica: desacato en relación con el caso del Parque Natural Nacional Los Nevados, bajo el argumento de que ignoró la decisión de la Corte Suprema de Justicia, mediante la cual al considerar a la reserva natural en situación de peligro, se ordenó al jefe de Estado organizar un escuadrón especial para custodiar el espacio afectado por cuestiones relacionadas por tráfico de flora y fauna.

Pocos días después, el lunes 6, el primer ministro de Reino Unido, Boris Johnson,  fue sometido a un voto de confianza motivado por las revelaciones sobre las fiestas en diversas sedes del gobierno británico durante la pandemia de covid, escándalo que se conoce con el nombre de Partygate. La moción fue promovida por parlamentarios de su propio partido. El mandatario británico logró superar la moción de censura al obtener 211 votos, bastante más de los 181 necesarios para ganar. Aún así los expertos consideran que su liderazgo queda debilitado y su pronta salida sigue siendo una opción no descartada.

Como decía al inicio, estos juicios y sentencias a dos mandatarios, el excéntrico británico Boris Johnson y el muy formal colombiano Iván Duque por razones más bien nimias a nuestros ojos acostumbrados a la obscenidad política, contrasta con la creciente arbitrariedad con la cual se ejerce el poder no solo en  numerosos países gobernados por dictadores y por aspirantes a serlo en los distintos continentes.

Tan solo recordemos que en Estados Unidos, el país con la democracia más antigua del mundo; son múltiples los ejemplos en los cuales Donald Trump se manejó en un peligroso límite retador de la institucionalidad. Entre sus actuaciones más notorias está la desconfianza sembrada hacia las elecciones de noviembre de 2020, haciendo creer a sus seguidores, que fueron fraudulentas, insistiendo especialmente contra el voto por correo, modalidad de larga data especialmente creada para personas con dificultades  de desplazamiento.

No conforme con sembrar la desconfianza en el sistema electoral, promovió el asalto al Congreso el 6 enero de 2021 para boicotear la  toma de posesión de su contrincante, acontecimiento de extrema gravedad no solo por los daños humanos y materiales ocasionados sino también y muy importante, para  la continuidad del sistema democrático norteamericano.

Dejemos los hechos ahí  y conformémonos con mitigar  la atemorizante crisis de la democracia; los dictadores criminales como Putin o su vecino Lukashenko y los demócratas payasescos como el hombre del sombrero en Perú o el atolondrado violador de los derechos humanos de El Salvador (la lista puede ser mucho más larga, e incluye por supuesto a nuestro “presidente” local).

El  carácter sui generis, inusual, algo surrealista, de las sanciones citadas, alivian nuestro pesimismo e indican que todavía quedan en este mundo restos de decencia y solidez institucional que de alguna forma nos refrescan el ánimo, muy decaído por cierto.


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