Mientras el mundo se estremece con la peste del coronavirus, su masivo y sorpresivo ataque contra el resto del mundo occidental, en América Latina y en la región caribeña en general, continuamos con la peste del narcotráfico, de sus redes de cultivo, exportación y distribución al mayor y, por supuesto, al menudeo.

Parece increíble que estas dos pestes pueden entrelazarse con tanta facilidad e impunidad en medio de una tormenta gigantesca de enfermos, ancianos agonizantes y convoyes de camiones militares que trasladan centenares de cadáveres hacia otros lugares y pueblos ubicados en las cercanías de las zonas más afectadas por la pandemia.

En medio de esta desarticulación social, política y económica, todas las comunidades se han visto obligadas a replantearse sus expectativas de avance y progreso imaginados para el futuro (que ha quedado borrado como escenario y, lo que es peor, prisionero sin fecha de renacimiento y liberación), con decenas o miles de poblaciones reducidas a temerosos espectadores encarcelados en las celdas hogareñas que, para mayor desgracia, compraron con su propio dinero o financiaron con hipotecas a largo plazo, es decir, segmentando pedazos de sus expectativas de un futuro que siempre imaginaron o soñaron como “años mejores”.

No se les puede culpar individualmente, pues fueron trampeados por las artimañas ideológicas y políticas que repartieron por todo el mundo los partidos y sus líderes, que vagaban a la caza del poder o del mantenimiento del que ya mantenían y necesitaban prolongar hasta su último respiro en vista de que, en su fuero interno, estaban convencidos de que vendían al por mayor una engañifa que no resistía una prueba cardiológica de esfuerzo.

Hoy todas sus mentiras primorosamente envueltas en promesas y machaconas campañas de propaganda han saltado por los aires y se derrumban ante los ojos de las comunidades que se acercaron a las urnas a votar por “un futuro mejor”.

Ahora la peste los ha devuelto a las urnas no para decidir un destino o una esperanza posible, sino para salir definitivamente del presente, escapar del futuro que ya no existe como escenario y despojarse de lo único privado que les quedaba: su núcleo familiar, la veneración de sus muertos, los rituales de la última despedida, el consuelo de sus vecinos y amistades: el muro afectivo se ha construido ante nuestros ojos como si el mundo retrocediera al Berlín de la guerra fría o como si, por arte de birlibirloque, Trump fuera el nuevo profeta de la separación inevitable no solo entre países sino entre la gente común y corriente.

Nosotros, los de entonces, no seguimos siendo los mismos. Hemos dejado de ser el patio trasero de la gran potencia del norte y, gracias al nuevo imperialismo del narcotráfico, hemos terminado encarnando el gran y vergonzoso narcobasurero de la historia mundial. Allí está nuestra nueva y peligrosa riqueza, atrás quedaron las grandes reservas petroleras sepultadas como los muertos de la peste que hoy recorre el mundo.

La nueva riqueza, cuyos nuevos multimillonarios latinoamericanos (propietarios, socios y accionistas civiles y militares) estamos descubriendo a cuentagotas, la construye una nueva peste que crece en paralelo con la miseria de los pueblos, de los ciudadanos y de las comunidades que, a ojos vista, sufren hoy por la falta de un servicio de atención médica eficiente y bien provisto para estas emergencias mil veces anunciadas.

La rapiña de los dineros públicos no les ha bastado: han tenido, en su inmensa codicia, que recurrir a la permisividad y la complicidad con el narcotráfico mundial para su propio y revolucionario modelo de acumulación capitalista. Ahora exportamos menos petróleo pero crece la exportación de narcopresos, y cada vez de mayor calibre.


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