Entregué el texto de esta Tribuna cuando únicamente había concluido la primera jornada de la sesión de investidura (¿?) del señor Feijóo, con una sensación agridulce. No es poco, dado lo que viene siendo el espectáculo parlamentario. Ciertamente más agria que dulce, porque de las posibles funciones del Parlamento, como institución, según lo definía Clemenceau, en el nuestro sigue cumpliéndose, a rajatabla, solo una de ellas: la de ser «el organismo más grande que se haya inventado para cometer errores políticos …» Últimamente de forma pasiva, porque sus labores: legislativa; de control de los poderes; e incluso de representación popular, han pasado a manos del poder Ejecutivo, la primera; al limbo, la segunda; y a los partidos políticos, la tercera.

Esta percepción social, traducida más o menos en «opinión pública», acrecienta el distanciamiento entre la sociedad y la institución clave de la democracia. El Congreso y el Senado se han convertido en escenarios de un juego cuyo resultado se conoce de antemano y sus sesiones se desarrollan entre el aplauso organizado y el aburrimiento general. Un espectáculo monótono animado, a lo sumo, por algún chascarrillo, preparado de antemano aunque parezca improvisado, y los exabruptos inevitables de algunos sujetos. Los papeles de «buenos» y «malos», los identifica el público con absoluta complicidad y entrega apasionada: los «nuestros» y los «otros». Se escucha poco, se reflexiona menos y se afianzan las «filias» y las «fobias» con auténtico fervor. El Parlamento ideal no existe en la práctica, y el real, conforme a la estima que le manifiestan los ciudadanos, podía pasarse cerrado once meses y medio al año, para mejorar su funcionamiento, y dos semanas abierto para justificar su mantenimiento.

Bastantes diputados, señorías, tienen actitudes poco señoriales; escaso respeto; agresividad innecesaria; propósitos manifiestos de aplastar al contrario …, y suelen gastar no demasiadas luces, tal vez por los precios de la energía. Sobra excesivo lenguaje gestual, innecesario, empleado para expresar la nota histriónica de la impotencia. Ayer muchos de ellos se mantuvieron en su rol, ajustados a este patrón. Pero hubo quien se superó, como el presidente en funciones, que hizo el ridículo de manera difícilmente superable. A pesar de sus propósitos no reventó la investidura, se reventó a sí mismo, quizás definitivamente a corto plazo.

Lo dulce llegó con el discurso del candidato cuando ofreció una política de pactos, con repetidas propuestas de diálogo. Sonó especialmente bien la llamada a la necesidad de recuperar las palabras, el lenguaje, sin el cual resulta imposible cualquier comunicación y, menos aún, el entendimiento. Reconforta la invocación a la palabra dada, frente a la mentira permanente o lo que sería igual, la base para recuperar la confianza en los demás y en nosotros mismos. Un factor decisivo para afirmar la fe en el Parlamento, siendo ésta una de sus carencias más costosas, como en el resto de las instituciones. Hacer que la lógica y la normalidad no desaparezcan. Hoy la política es una iglesia sin creyentes y su catedral primada, el Congreso, un templo muerto.

Sobre las cuestiones verdaderamente trascendentales, el tema de la amnistía a los golpistas de 2017 y el alcance de los pactos de Sánchez con separatistas y filoterroristas, más algún progresista de última hora, se expusieron dos apuntes extraordinariamente importantes, ambos de la mano del candidato a la presidencia del Gobierno. El primero la denuncia de una de las falacias más repetidas por el independentismo catalán: la supuesta simetría entre catalanes e independentistas y la apropiación de Cataluña como algo propio del separatismo. Como contrapunto, la filosofía entreguista del presidente en funciones, que ha adoptado, y hecho suyo, el discurso del separatismo catalán. Una teoría que conduce al dogma de que hay un problema de Cataluña con España, que sólo se resolverá accediendo a sus exigencias. Desgraciadamente hay dos Españas: una anclada en la guerra civil, más larga del mundo, que mira al pasado huyendo de la Historia; otra que llama al futuro en el entendimiento, el respeto y la concordia.

No podía faltar la nota tragicómica habitual. Sumar, la formación más novedosa y progresista de la política española, se ha revelado como una empresa con grandes inquietudes por los viajes de los españoles. Ha descubierto un mercado a considerar, el de los viajes espaciales para los ricos, que se irán al espacio cuando llegue el apocalipsis, parece que cercano, que hará de este mundo algo escasamente atractivo. A esta preocupación se le unió otra: la de los viajes «a ninguna parte», que seguramente no sabrán dónde está, pero advirtieron con autoridad que ahí se dirigía el señor Feijóo. No creo que tampoco tuvieran grandes angustias por su extravío, porque tampoco le señalaron la ruta alternativa. Ni me imagino que fuera el camino a Sumar o el de seguir el ejemplo del líder del «sanchismo».


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