Miguel Otero Silva

La palabra está allí tal como ella es o pretende ser, fiel y ajustada a sí misma; palabra de Dios, palabra santa, grave, honesta, mágica; palabra cargada de odio e injuria que cuando busca acercarse a otra lo hace a veces con la aviesa intención de provocar catástrofes y dolorosos abismos de alma. Una chica alegre, pongamos por caso, deja de serlo cuando alguna murmuradora de la vecindad le antepone la palabra «vida» y en el acto la convierte en la prostituta que desde antiguo lleva vida alegre y no la amarga tristeza de un destino aciago y en derrota. Era lo que ocurría con las muchachas de ascendencia italiana, alegres y joviales que vivían en diagonal con la casa de mi niñez, recibían amigos y celebraban fiestas y cumpleaños, bailes y risas y toda la cuadra afirmaba que eran chicas de vida alegre en lugar de saludable juventud porque la palabra, reafirmada en el gesto despectivo de las manos que al escucharse decir vida alegre se mueven como si dispersaran la impureza del aire ya prostituido, cambiaba su sentido y se obligaba a ocupar un nuevo espacio, girar sobre sí misma y topar en su nuevo recorrido con la palabra «vida» que también viste un nuevo acento o propósito, anda en lo mismo y en lugar de liberar algún daño el encuentro entre ambas comienza a exhalar un olor de providencial perversidad. ¡Y la vidade las alegres italianas termina convertida en desdicha!

Para agravar el infortunio desatado por la mala intención injuriosa y el gesto malvado aparece la copla es decir la composición poética que consta solo de una cuarteta como aquella que en Calatayud, mató a la Dolores de vergüenza y sinsabores. El grupo musical Los Churumbeles de España pusieron de moda en su momento la canción que pedía a quienes visitaran Calatayud preguntar por la Dolores, y mi hijo Boris me llamó un día desde Madrid para decirme, entre otras cosas, que había estado en Calatayud. Maravillado, le pregunté en el acto si había preguntado por la Dolores. Me dio una lección de sobria elegancia y dijo: «!Papá, esas cosas no se preguntan!».

De niño conocí una copla impresa en una hoja de papel doblada en forma de flecha o de avión que alguien lanzó por una de las ventanas de mi casa que daba a la calle. Aludía a un médico poeta de apellido Mata que, al parecer, vivía en mi parroquia y la copla cantaba o decía con evidente mordacidad: «Vive en esta vecindad/un médico poeta/que al final de la receta/pone Mata, y es verdad».

Era el tiempo oscuro del gomecismo que atemorizaba tanto a las gentes que no se atrevían siquiera a nombrar al déspota de La Mulera por temor a que el andino apareciera sentado en el comedor de la casa o detrás de la puerta del baño y se complacían en tirar por las ventanas anónimos papelitos o pasquines satíricos contra el gobierno o personas odiadas.

Alfredo Arvelo Larriva, (Barinas,1883-Madrid, 1934) era profundamente antigomecista y escribió contra Laureano Vallenilla Lanz: «Algo estoy pensando yo./Cuando muera Vallenilla/dirá la gente sencilla:/-‘El pobre ya se estiró’. La misma cosa dirán/ del cojito Tagliaferro/ cuando vayan a su entierro/…¡si es que van!».

En la compilación y prólogo del libro Miguel Otero Silva: Una visión plural, a cargo de Rafael Arráiz Lucca, el poeta Luis Pastori relata la vez que acompañó a su amigo Miguel a Bogotá y dice: «Allí departimos, para variar, con los poetas de Piedra y Cielo, el grupo literario mas importante de Colombia. Una noche, por cierto, fuimos a visitar a Jorge Zalamea, otro gran poeta, quien nos mostró entonces cartas de Federico García Lorca, escritas a mano y con ilustraciones, las cuales -según Jorge- eran para él un tesoro invalorable.

También conocimos a Eduardo Zalamea Borda, extraordinario ensayista y autor, así mismo, de un relato poético muy de moda, titulado Cuatro años a bordo de mí mismo. Sin embargo, nos sucedió un hecho curioso. En el bar donde celebrábamos el encuentro, Eduardo se quitó de pronto los zapatos y los tiró entre las botellas de la estantería, cosa que ni alarmó ni sorprendió al dueño del tugurio. Pero Miguel, al día siguiente, me entregó un travieso papelito que decía: «Cuando el whisky lo marea/y la ginebra lo embriaga,/Don Eduardo Zalamea…/pero también Zalacaga».


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