RAÚL

La historia de España en las dos últimas décadas, está marcada por algunas patologías aterradoras, curiosamente ahora que el terrorismo y la traición quedan fuera del Código Penal. Unas cuantas fechas jalonan el proceso ético degenerativo en nuestro país. El 11 de marzo de 2004 fue el día de «la matanza, el infierno, el temor y la barbarie», según publicaba El Mundo, convertidos en palabras e imágenes en prensa, radio y televisión. Un total de 193 muertos y unos 2.000 heridos fueron las víctimas que despertaron los sentimientos nobles, que la mayoría de los españoles podía expresar, entonces, como respuesta: la solidaridad y la compasión. Por encima del desconcierto y la desorientación de los primeros instantes, se impuso el afán de ayudar, de colaborar en cuanto estuviera a su alcance, para atenuar la catástrofe. Fue el día del dolor.

El 12 sería ya el de la infamia. Pocas horas fueron suficientes para convertir a las víctimas en arma arrojadiza entre los ciudadanos, cuya primera reacción había sido ejemplar. La manifestación, en la tarde de esa misma jornada, empezaba a semejar el enfangamiento descrito por Galdós en El terror de 1824. El populacho dejaba asomar el odio que no tardaría en tomar cuerpo, en un país amedrantado por el engaño y la manipulación. Los efectos de las bombas no habían logrado romper el sentimiento de humanidad de los españoles, pero su utilización mendaz abrió un profundo foso en la sociedad. El 14 de marzo hubo elecciones generales y el 17 de abril comenzaba el primer gobierno Zapatero, cuya obra más trascendente fue el abandono del Plan Hidrológico Nacional y, en otro orden de cosas, levantar un muro entre los ciudadanos, en la vida política española. Todo un símbolo de lo que sería su gestión. Desde el comienzo no dejó lugar a dudas de cuáles eran sus objetivos: destruir lo que pudiera unir y construir lo que tendiera a separar.

La mentira, cubierta de frivolidad, se convirtió en el instrumento capital de la política española. Dejó de ser un accidente para elevarse a categoría y, de su mano, la corrupción penetró en todos los ámbitos de la vida pública. Han pasado veinte años, las víctimas y su memoria continúan siendo objeto del chalaneo político de la peor especie. No aprendimos la lección y presos del pánico asistimos a una serie de espectáculos denigrantes. Pagamos y estamos pagando un alto precio por nuestro comportamiento. Al amparo social a las familias de las víctimas, le ha seguido en innumerables ocasiones el desprecio institucional. Hemos olvidado lo inolvidable, pero seguimos revolcándonos en el lodazal nauseabundo de las ambiciones mezquinas.

Tras una serie de acontecimientos, no menores, llegó al poder Pedro Sánchez, en 2018, y la ficción, hija de la falsedad, puso tienda en la plaza pública. ¡Qué digo tienda! ¡Un gran almacén en cada localidad! Y el azar alumbró otra fecha trágica: 2019, una de las peores pandemias sufrida por el género humano. En nuestro país, la COVID causó un número de víctimas incontables, seguramente casi todos los españoles, porque en ella la degradación institucional llegó a cotas que parecían insalvables. Otra vez la corrupción omnipresente entró en el mercado de las conciencias, enmascaradas por malas mascarillas y ventiladas por respiradores defectuosos. Y cuando la omertá parecía garantizar el secreto, protector de tantos y tantos escándalos, otra explosión casi por las mismas fechas de marzo de los atentados de 2004, sacudía ahora hasta los cimientos del gobierno y del Estado que Sánchez pretende hacer la misma cosa.

Si toda corrupción provoca desprecio, cuando el objeto de la misma es, en última instancia, la angustia de los perjudicados por sus efectos, el malestar se adueña del sentimiento popular. Sólo la reacción mezquina de los responsables, con el presidente a la cabeza, podía superar tanta vergüenza. Pero se ha logrado. Escuchamos repetidamente que Sánchez se ríe de gran parte de los españoles, que les desprecia con inusitada falta de respeto. La misma voz popular añade «cree que somos idiotas». Esto último resulta insignificante porque lo significativo, no es que lo seamos o no, sino que nos comportamos como tales. Peor aún es que, ante tal desprecio, manifestamos escasa racionalidad y menos valor cívico todavía. Esta falta de respeto incapacita al jefe del gobierno para entender la democracia. Se convierte en un agravio a sí mismo. Lo advertía Chesterton al afirmar que la democracia debe proteger al hombre, no por ser débil en algún sentido, sino por ser sublime. El orgullo del que hace gala Sánchez no es más que una debilidad de su carácter.

¿Tendrá límites la perfidia? ¿Qué acabará antes, la inmoralidad repugnante que infecta la lucha por el poder, en lo que va quedando de España, o la paciencia y la capacidad de asombro de los ciudadanos?

Artículo publicado en el diario La Razón de España


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