La Doctrina Social de la Iglesia (DSI), como el nombre mismo lo dice, es un conjunto de enseñanzas sobre el ser y el quehacer societarios, propuestas de manera oficial a través, especialmente, del magisterio pontificio.

Lo anterior no significa que los destinatarios de la DSI se circunscriban al círculo eclesial y que el mensaje no constituya una plataforma de diálogo con gente de otras confesiones o convicciones. En efecto, su contenido comprende fundamentalmente dos niveles de proposiciones, a saber, a) las que se mueven en el ámbito de la sola razón, y b) las que ahondan o enriquecen el mensaje a la luz de la Revelación divina, según lo interpreta la Iglesia; la actividad intelectual se abre entonces a un horizonte posibilitado por la fe. Un ejemplo: la DSI considera la dignidad del ser humano no sólo desde su condición personal según lo que alcanza la sola razón (sujeto consciente, social, libre y responsable), sino, más profundamente, desde su identidad como creado a imagen y semejanza de Dios Unitrino y redimido-elevado por Cristo, Hijo de Dios encarnado. Se comprende entonces por qué cuando el Papa habla en la ONU, su discurso no es necesariamente del mismo tono y contenido que su predicación en San Pedro.

Este enfoque dimensional se relaciona estrechamente con lo que pudiera denominarse doble ciudadanía del cristiano –para no hablar del ser humano en general–: una, temporal, mundana, y otra, definitiva, meta histórica, trascendente, con las derivaciones que ello tiene para el quehacer histórico y un humanismo integral.

Sobre la ciudadanía temporal como factum, valga recordar la definición del ser humano como “ser en el mundo”, así como el hecho jurídico de que el nacimiento de una persona acarrea automáticamente su incorporación a un Estado (polis) determinado. Existir es, ineludiblemente, con-vivir. El problema reside en cómo se actúa esa necesaria “mundanidad” y “politicidad”, si como pasivos o pacientes, o como agentes o protagonistas.

Sobre la otra ciudadanía (la trascendente), dejando de lado aquí lo que puede aportar la razón sobre la inmortalidad del alma, prestemos atención a lo que se ofrece en perspectiva creyente. Resulta muy ilustrativo el testimonio de San Pablo, quien en su Carta a los Filipenses –escrita en la cárcel y en la probabilidad de una pronta ejecución– manifiesta (Cap. 1) una aguda tensión existencial entre morir y estar con Cristo, que para él resulta “con mucho lo mejor”, o seguir viviendo (“permanecer en la carne”), que para los destinatarios es “más necesario”. Junto a reafirmar su compromiso de servicio a la comunidad en su tarea evangelizadora, el Apóstol destaca: “Nuestra ciudadanía (políteuma) está en los cielos” (3, 20). Se confiesa, pues, miembro de dos mundos, ciudadano de dos polis, de las cuales la celestial –poseída ya en algún modo– es la permanente y prioritaria. Sobre la relación de esas dos polis y la doble ciudadanía es sumamente iluminadora la narración que Jesús hace del Juicio Final (Mt 25, 31-46); la entrada o no al Reino celestial depende de cómo se haya actuado la ciudadanía terrestre: si en el amor, o en el cierre sobre sí mismo. El prójimo viene a ser presencialización del Señor y en lo temporal se juega lo definitivo. Esta afirmación se sitúa en las antípodas de ideologías como la marxista (humanismo cerrado, lo religioso como alienación). El compromiso social viene a ser exigido y reforzado desde la fe.

Una categoría fundamental del ser humano en su interpretación creyente, y particularmente cristiana, es la de peregrino. No tenemos aquí una ciudad permanente, sino que estamos en camino hacia lo que el Apocalipsis define como la Jerusalén Celestial, plenitud del Reino de Dios, la comunión o sociedad perfecta de los seres humanos con Dios y entre sí.

El tiempo de la peregrinación ha de ser de protagonismo servicial, solidario. Para el creyente, la condición de peregrino, su ciudadanía celestial, antes que alienación ha de ser incentivo para la construcción de una “nueva sociedad”, desde la familiar hasta la internacional. Esto, particularmente en un país como la Venezuela actual, de amplia mayoría cristiana y en grave desastre global, constituye una punzante interpelación.


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