El oficiante murió en el animal. Nosotros nos disolvemos en los símbolos. Hugo von Hofmannsthal

Ciertamente no hay un mundo, sino varios, pero uno prevalece sobre los otros. Cuando vivimos la asfixia de los signos, cuando lo que hemos escrito puede regresar al día siguiente vistiendo uniforme y con una orden de arresto político, no queda más remedio que asilarse en el misterio y la incomprensión, justo allí donde las palabras se hacen evanescentes. Escribir en tales condiciones es admitir que algo del poeta muere en el poema, que aquel se aniquila disolviéndose en los símbolos.

Hay una medianía luminosa de las palabras que está negada al poeta que vive oprimido. No es posible invocar la cenital transparencia del significado desde el símbolo cuando los lobos de Nerón acechan. Esto es imperceptible para el hombre que escribe números en un libro de contabilidad o para el que hace marcas en su lista de cotejo. La poesía es, por antonomasia, un lenguaje expansivo cuyas fronteras trascienden el ser de los signos hasta alcanzar un silencio más profundo y rico en matices expresivos que la simple ausencia de sonido.

Cuando el poeta sabe que puede morir por causa de las palabras, es más digno aniquilarse disolviéndose en los símbolos. En cada poema una parte ontológica del autor se inmola a sabiendas de que únicamente el tiempo será la llave críptica que hará posible la epifanía. De algún modo, el símbolo poético es, en estos casos, una cripta, y la escritura adquiere para sí la dimensión de un ritual órfico. Solo en el descenso al propio Hades se halla la posibilidad, a veces remota, de encontrar el camino de ascenso a una luz que nadie verá hasta que se cumpla el desvelamiento final.

El poeta es, por tanto, el oficiante de su holocausto sobre el cuerpo de las palabras. Algo de aquel muere en este, y en todo trazo se hace artífice de un misterio en cuyo seno se inhuma. La poesía así asumida tiene su arco parabólico que comienza en la casi absoluta incomprensión de sí misma y culmina, mucho tiempo después, en revelación. No hay inmediatez en la cripta poética. Cuando se asume la disolución del propio ser en el símbolo poético, ya no hay anhelo de notoriedad. Nada hay más enojoso que el gesto lacerante del elogio. Hay una paz sagrada en los símbolos que custodian cada trozo del alma de un poeta.

La disolución en los símbolos es el más profundo y radical de los exilios. El poeta que transita hacia el fondo de un espejo no volverá a reconocerse entre los de su tiempo. De una parte, queda la verdad cifrada. De la otra, apenas deambulando, una sombra ontológica con carné de conducir. Sin embargo, el pathos siempre será el puente de fuego que una las antípodas del ser poético. No hay poema auténtico si no se cruza al otro lado del símbolo.

La deshechura del poeta en la red de símbolos líricos implica la paulatina mudanza de aquel en alegoría. Cada aspecto y vivencia relevantes han de trocarse en símbolo, e imbricarse en un entramado alegórico que custodie la esencia sígnica. Es una operación en la que se elige deliberadamente postergar la semiosis, descoyuntar el significante y el significado hasta que el paso del tiempo posibilite el desciframiento del sigilo. Para entonces, los lobos de Nerón yacerán en el fosal de la ignominia.

Siendo el lenguaje metafórico una natural desarticulación del signo, el poeta que se diluye en los símbolos deviene también en signo desacoplado semióticamente. En otras palabras y bajo estas condiciones, poeta y poema son una unidad existencial cuya eficiencia ontológica no permite que se diluciden las claves de escritura sino al cabo del tiempo. El poeta, por tanto, se hace ontológicamente un signo indisoluble, un misterio, un poema cifrado.


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