La diplomacia tiene a su cargo la ejecución de la política exterior de los estados. Como actividad, se resume en la actuación de órganos y funcionarios acreditados ante los diferentes sujetos de derecho internacional. Su instrumento predilecto es la negociación o el medio idóneo para lograr, sostener y vigorizar los legítimos intereses y propósitos de los países que integran una determinada sociedad internacional. También la cooperación juega un papel fundamental en el marco de las relaciones bilaterales y multilaterales, como mecanismo de ayuda y colaboración entre países amigos. La organización de las Naciones Unidas –activa desde su instalación el 24 de octubre de 1945– constituye un foro mundial en el que las naciones soberanas se relacionan, tratan problemas comunes y exploran soluciones compartidas a los grandes problemas que agobian a la humanidad. En las Naciones Unidas, la diplomacia se desenvuelve bajo su carácter instrumental, utilizando la negociación y la cooperación como instrumentos o medios esenciales para promover y consolidar relaciones pacíficas entre los pueblos.

En la edad moderna, la historia de la diplomacia fue precedida del triunfo del capitalismo, ya evidente desde los tiempos de los inusitados descubrimientos geográficos. A inicios del Siglo XVI se consolidan los grandes Estados europeos –España, Austria, Portugal, Francia–, así como los pequeños –Dinamarca, Suecia, Noruega– y las repúblicas italianas. Son los tiempos de formación del servicio exterior y creación de las instituciones llamadas a desempeñar un papel protagónico en la política de los nuevos Estados nacionales. Aparecen los representantes permanentes y las normas jurídicas que regulan la actividad –el punto de partida de las tradiciones propias del ritual diplomático, traducido en nuevo ceremonial, hábitos y costumbres generalmente aceptadas–. Nace el Derecho Internacional como consecuencia de la aparición de esos nuevos Estados y el desarrollo de relaciones amistosas entre ellos.

La Revolución francesa fue un duro golpe a la diplomacia aristocrático-dinástica de las monarquías absolutas del Siglo XVIII. Se afianzará el capitalismo en los Estados económicamente más avanzados y, en ese contexto, la burguesía exigirá la subordinación de la política exterior al cumplimiento de sus intereses de clase. Ello, sin embargo, cederá paulatinamente el terreno adjudicado, en la medida en que se consolida el régimen parlamentario en los países adelantados –es allí donde todavía se fragua la política exterior de los Estados organizados con arreglo a los valores republicanos y democráticos, según los casos–. El sistema eurocéntrico derivado de la Paz de Westfalia de 1648 –los tratados que pusieron fin a las guerras europeas de los treinta y de los ochenta años–, sentó las bases de un nuevo orden que concluye al término de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Luego del período de interguerras quedará delineada a partir de 1945 una nueva estructura bipolar –sin predominio europeo–, contando con los Estados Unidos de Norteamérica como nuevo gran protagonista. Un período en que la diplomacia dejó de ser una actividad restringida y secreta –igual y por obvias razones, habrá información clasificada–, haciéndose pública y abierta gracias a los adelantos en las comunicaciones y medios de transporte –la actividad se dinamizó notablemente–. A ello se añade la especialización de la función diplomática, un derivado de la complejidad de las relaciones internacionales y su carácter como disciplina autónoma.

Ya el Congreso de Viena de 1814 había decidido el futuro político de Europa, sobre la base del equilibrio de poderes que instauraba un nuevo orden relativamente llevadero y estable. La alianza de monarquías europeas se había propuesto como objetivos reinstaurar el estado de cosas anterior a la toma de la Bastilla, así como la hegemonía de la realeza dinástica. Se fraguan el concepto de legitimidad y el tratamiento de los conflictos en futuros congresos, como alternativa a la declaratoria de guerra e intervención unilateral. El Congreso de Viena sentó las bases del sistema internacional moderno. Tengamos en cuenta que ya para entonces la República norteamericana había proclamado los principios de libertad e igualdad de los hombres ante la Ley, así como también de la soberanía nacional. A la independencia de los Estados Unidos seguirá, a partir de 1810, la de las naciones hispanoamericanas –con ello la comunidad internacional dejaba de ser exclusivamente europea, aunque mayormente cristiana, sin perjuicio de otras confesiones religiosas–.

Dicho lo anterior, queremos resaltar el tracto evolutivo de una disciplina que hoy más que nunca valora el consenso, sea en tiempos de paz o de crisis. El comportamiento civilizado, las soluciones sustanciales por encima de la simple cosmética, el profesionalismo de los negociadores e interlocutores, la decencia y sentido de la realidad inmanente, el respeto mutuo como premisa en las conversaciones y acuerdos a que haya lugar, deben delinear los requerimientos mínimos de la actividad diplomática en nuestro tiempo. Sin duda la política ejerce una poderosa influencia sobre las relaciones internacionales y la actuación de la diplomacia. Pero es inevitable ponerse de acuerdo, no para defender lo indefendible, sino para construir consensos que hagan posible la convivencia entre posturas y visiones distintas sobre los temas de actualidad nacional e internacional. Una política de razonable cooperación siempre tendrá mayores posibilidades de éxito que aquella desdoblada en jactanciosa confrontación.

La anunciada solicitud de admisión de Venezuela en el bloque de los BRICS –la novel asociación política y económica de naciones emergentes–, se inscribe en el propósito –del régimen– de confrontar a los Estados Unidos y a otras democracias que preconizan ideas y valores de occidente –no está del todo claro que ese sea o no el objetivo primario del bloque del Sur, como algunos le reconocen–. Más allá de las razones invocadas por el régimen, se ignoran sus continuadas agresiones a los derechos humanos, a la forma republicana de gobierno, a la democracia liberal y a la alternabilidad en el ejercicio de la función pública, que han desatado una grave crisis política, económica y humanitaria, afectando de manera ostensible a países vecinos y a otros receptores de millones de refugiados venezolanos. No es inteligente acometer con vaporosos artilugios discursivos, la pretendida “desdolarización del mundo” –no va a ocurrir mientras el dólar siga siendo la moneda de reserva que infunde los mayores niveles de confianza en los bancos centrales, con elevados porcentajes de utilización en el comercio internacional y en las transacciones de cambio externo–. Por ahora solo se trata de un empeño baldío, motorizado por una diplomacia ininteligible, ayuna de profesionalismo y de sentido de la realidad, que promueve la confrontación mientras descarta las vías civilizadas que harían posible el entendimiento y la cooperación.

 


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