Cualquiera que sea nuestra posición personal frente a los derechos humanos, la mayoría de los habitantes del planeta seguiremos el Mundial de Fútbol. Según los datos oficiales, 5.000 millones de los 8.000 millones que ya somos en los 5 continentes, nos sentaremos frente a la pantalla y una vez que el árbitro principal suene el silbato en Qatar la emoción que despierta este deporte –el más globalizado, mediático y deseado del planeta– se habrá desatado sin contención.

Muchos, como ya lo hemos visto en las canchas, a la usanza de la selección alemana, persistirán en la denuncia a las discriminaciones del régimen qatarí a la comunidad LGTB, en el número de muertes de inmigrantes sobre los que se edificaron los grandes estadios, y seguramente en la ausencia de democracia. Otros, como el seleccionado iraní, se habrán negado a cantar el Himno Nacional en solidaridad con las protestas que sacuden ese país teocrático. Pero como en aquella famosa película de Bob Fosse, el show debe continuar. Y el del fútbol aún más.

Los datos hablan claramente de las fuerzas que movilizan los Mundiales de Fútbol. No solo en número de visitantes y espectadores. También en los 2.640 millones de dólares que le dejará de ganancias a la FIFA, y los 20.000 millones al país organizador. A lo que debemos añadir los grandes intereses políticos y geopolíticos que se mueven a su alrededor. Pero, también, cuando son realizados en medio de dictaduras y países autoritarios, en la propagación de la crítica y actos simbólicos de protesta.

Para la política nada humano le es ajeno y en el deporte, que ha tratado muchas veces de pasar como neutral, los campos de juego son también un territorio de batalla. El cine lo ha documentado con precisión.  En El héroe de Berlín, en inglés Race, Stephen Hopkin recrea el proceso mediante el cual Jesse Owens, luego de que Estados Unidos decide competir en los Juego Olímpicos de 1936, que tienen lugar en la Alemania sometida por los nazis, hace trizas con la tesis de la supremacía racial aria, obteniendo cuatro medallas de oro. Una proeza que no solo realizaba un estadounidense sino un afroamericano. Doble humillación para el Führer y el racismo nazi fascista.

La primera Copa del Mundo que obtuvo Argentina, en el Mundial de 1978, quedó manchada para siempre por el hecho de que fue ganada bajo una de las peores dictaduras que se haya conocido en el Cono Sur. Detrás del trofeo y los goles de Mario Alberto Kempes, el héroe de entonces, se ocultaban –todos los sabían– asesinatos, desapariciones, torturas, crímenes de lesa humanidad. Los 30.000 desaparecidos, denunciado luego por la Comisión de la Verdad que dirigió Ernesto Sábato, estuvieron por esos días más desaparecidos que nunca.

Pero, siempre, no importa el contexto político, el espectáculo termina por imponerse. Los visitantes por ir a lo suyo: a disfrutar de lo que ocurre en las calles y en las ciudades anfitrionas. Los equipos a tratar de ganarse el premio mayor. Las empresas tanto las televisivas como las especializadas en materiales deportivos, a tratar de hacer las mayores ganancias posibles. Y los escritores y periodistas a hacer las mejores crónicas o narraciones posibles.

Porque ese es otro de los rasgos del fútbol: los relatos épicos que genera. Y no solamente los de los locutores que, desde la era de la radio hasta el presente, han creado unas formas verbales híbridas entre la gran literatura, el amarillismo, la teatralidad extrema y las descripciones taxonómicas. Grandes escritores de literatura de ficción, como Juan Villoro son también conocidos por su capacidad para hacer del fútbol materia prima de la escritura. El nombre de uno de sus libros, Dios es redondo, es una potente metáfora, que sintetiza el poder deslumbrante de este deporte que cada cuatro años logra paralizar el planeta por unas cuantas semanas.

Juan Nuño, un filósofo venezolano de origen español, sostenía que la gran emocionalidad que el fútbol suscita deviene del hecho de que el tiempo de lo que ocurre en la cancha es el mismo tiempo de la realidad. Del que ocurre en la calle. El final del juego es la muerte.

A diferencia del beisbol, por ejemplo, en donde nadie sabe cuánto va a durar un juego y el tiempo es creado como por arte de magia cuando el pitcher pisa el box –el tiempo se alarga y se encoge como una goma elástica–, el del fútbol, salvo uno que otro descuento, es como el de la vida misma, cuando se acaba ya está.

Igual allí queda el dilema. Recordaremos que Rod Stewart rechazó 10 millones de dólares para no hacerse cómplices del autoritarismo que marca a Qatar. Pero allí estaba Maluma para sustituirlo. Que los jugadores europeos amenazaron con usar un brazalete de protesta, pero allí estaba la FIFA cual gendarme oneroso para impedirlo. Que muchos países ya están pensando seriamente en abandonar una organización, la FIFA, no solo famosa por corrupta sino ahora por represiva. Y que hasta un ministro alemán sostuvo que una imbecilidad humana haber elegido Qatar como sede.

Al final en el mundo los derechos humanos están marcados por avances y retrocesos. Por quienes solo creen en ellos de acuerdo con sus conveniencias y quienes los consideran base fundamental para el desarrollo humano. La hipocresía, los intereses geopolíticos y el relativismo los asedian. Los sabemos los venezolanos que hemos presenciado como líderes y países que presumen de demócratas -AMLO en México, Morales en Bolivia, la izquierda uruguaya– han terminado apoyando los gobiernos criminales de Nicolás Maduro y Daniel Ortega, sin necesidad de acudir a la FIFA.

Quizás Dios es redondo y los derechos humanos cuadrados. Por eso ruedan menos.

Artículo publicado en el diario Frontera Viva


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