En 2020, año extraño y funesto, abrí un archivo en Word en donde he guardado todo lo que he escrito desde marzo para acá. No es mi costumbre hacer esto ya que cada tema necesita su propio espacio para que las ideas puedan explayarse con libertad. Quizás, ingenuamente, creí que encerrar cosas tristes en un solo lugar haría más llevadero el dolor a quienes hemos perdido a seres amados en estos meses. El archivo lo titulé: “El año perdido”, lleva implícito una sentencia y un deseo. La sentencia: este es un año desperdiciado. El deseo: que 2020 se extravíe en el olvido.

Es probable que cuando termine la pandemia muchos bloqueen los malos recuerdos para evitar que sigan haciendo daño. Algunos bloquearon al virus creyendo que por ignorarlo dejaría de existir. Suena infantil pero lo hicieron. La verdad es que sigue allí, al acecho. En algunos países de Europa, por ejemplo, se volvieron locos. La gente se rebeló contra las normas de bioseguridad ideadas como medidas de protección. Las vieron como una imposición irracional que atentaba contra la libertad de elegir, dónde, con quién y a cuántas personas frecuentar. ¡Craso error! El mundo entero debe admitir que la COVID-19 no es mental. Allí están los muertos y allí, quienes sobrevivieron. El daño que causa el virus depende de la respuesta del sistema inmunológico de cada organismo, algo difícil de prever, por eso hay que cuidarse.

No es una solución paralizar a un país ya que impide el ingreso económico. Algunos analistas sugieren reactivar las actividades laborales con horario normal, eso sí, con la exigencia del uso del tapaboca, lavado de manos y distanciamiento físico so pena de multa porque, al parecer, el ser humano funciona bajo amenaza. Tres normas básicas para que los últimos meses de este año logren salvarse mientras se perfecciona la vacuna.

Ojalá la humanidad haya aprendido y no vuelva a ser la misma. Hay una serie de valores que en estos meses se han internalizado: la solidaridad, la unión familiar, la bendición de concientizar lo que significa tener salud, respirar, correr, reír… amar, vivir y ser felices.

Aunque hay muchas dudas sobre el origen de esta tragedia, todos saben que el culpable, con o sin intención, es el hombre. Algunos culpan a Dios. Eso es injusto.

Quiero contarles una historia que no es mía. Llegó sin autoría y sin título a través de un chat familiar, razón por lo que no puedo citar el nombre y apellido del autor así que, con permiso de él o de ella, lo que leerán es una inspiración con mis palabras y en mi estilo.

El otro mundo

Éramos cientos de millones en la competencia. Había muchos obstáculos en el camino. Transitamos por senderos estrechos y peligrosos. Varios murieron en el trayecto. No fue fácil. No podíamos devolvernos para ayudar a quienes iban quedando atrás. Teníamos que seguir adelante porque se trataba de nuestras vidas. Mi hermano mellizo y yo fuimos los ganadores.

Los meses han transcurrido. Hemos crecido y nos hemos desarrollado en muchos aspectos. Jamás imaginamos que por haber triunfado en la vida pasaríamos 38 semanas en cautiverio, sumergidos en una oscuridad absoluta.

—Tú dices que tenemos que salir de aquí –dijo mi hermano– ¡Yo no quiero! Aquí estoy cómodo y además no sé lo que hay afuera… quizás no haya nada… ¡Sí!, es verdad, tengo miedo… Afuera no hay otro mundo. ¡Tampoco creo que haya alguien que nos ame y mucho menos que nos haya cuidado sin que nos diéramos cuenta! Yo no he visto a nadie y tú tampoco. No me vengas con el cuentico de la fe.

—Alguien nos cuida –le dije– cuando entremos en su mundo sabremos quién es y…

—¡El único mundo que existe es este!… ¿Qué está pasando? –dijo con angustia– ¡No quiero irme!… Siento un deseo irrefrenable de salir por esa abertura que cada vez se va haciendo más ancha y… esa luz, ¿qué es?

—Llegó el momento –le respondí.

Esa duda fue la última que tuvo mi hermano antes de salir del vientre de mi madre y comenzar a llorar. Luego, nací yo. Entonces todo quedó claro: había otro mundo.

Nacer se parece a morir a pesar de estar en extremos opuestos. Para un ser vivo, el único mundo que hay es el que habita y donde crece hasta que, llegado el momento, debe pasar a otro mundo en donde será cuidado y amado por un ser a quien no ha visto, pero que existe. Haciendo una analogía, esta historia explica la existencia de Dios.

Nunca supimos que daríamos el último abrazo ni el último beso a alguien que ya no está con nosotros ni que, por última vez, escucharíamos su voz. Cuando asistimos a clases en el colegio o en el liceo, cuando fuimos al trabajo, corrimos en el parque, estuvimos en una fiesta, comimos un helado o disfrutamos del mar, no sabíamos que sería la última vez por mucho tiempo y para algunos, fue la última vez.

Debemos valorar cada instante. Vamos a cuidarnos para seguir viviendo. Rescatemos el amor y la esperanza, dan sentido a la vida y aunque la situación sea adversa, luchemos para ser felices. Como dice la letra de la canción más dulce interpretada por Louis Armstrong, el mundo en el que vivimos es maravilloso y por favor, dejemos de echarle la culpa a Dios y pongámoslo de nuestro lado. Vamos a ser justos, Dios es inocente.

@jortegac15

 


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!