La pandemia, que tantas cosas ha cambiado en nuestro mundo y en nuestras vidas, no ha hecho sino reforzar la tendencia hacia la digitalización y acentuarla exponencialmente en el mundo del trabajo, de la educación, de las relaciones humanas, la comunicación, la política. Hoy es factor de primera importancia incluso para la visión y el ejercicio mismo del poder.

El peso de la digitalización en nuestra cotidianidad, con su enorme apertura de oportunidades y también con su ya probada amenaza de riesgos, obliga a rescatar valores que ha invadido, reducido o mediatizado, como los de la cercanía humana, la presencialidad, el contacto con el otro, el enriquecimiento en el compartir, el diálogo cara a cara, todos tan necesarios para el ejercicio de la libertad, la formación de conciencia, el desarrollo de la individualidad y de la personalidad.

A las preocupaciones del primer mundo sobre la digitalización debemos incorporar las nuestras, que van desde la conectividad hasta los contenidos, del uso productivo de las redes hasta su dependencia, de la libertad creadora que promete hasta la apropiación del tiempo y de los intereses. No se trata, entonces, de negar las posibilidades de la digitalización, todavía incipiente entre nosotros y con limitaciones de todo orden, sino de pensar, por ejemplo, en la educación y poner de relieve ese gran vacío de un universo escolar empobrecido por la deserción, la falta de maestros, la reducción de días laborables, el mal estado de las instalaciones, la escasez presupuestaria, la ausencia de incentivos para el aprendizaje y de servicios de calidad.

Obtener los mejores frutos de la digitalización y reducir los riesgos de una peligrosa dependencia de ella obliga a pensar prioritariamente en este ámbito, el de la educación, espacio en el que valores de la presencialidad y del contacto humano se potencian, dan sentido a las vidas, alimentan la empatía y la generosidad, contribuyen a la formación de identidad y de espíritu de cuerpo, florecen en iniciativas y propósitos, permiten el descubrimiento de uno mismo y del otro.

Preocuparnos a fondo por la educación nos permitirá evitar los riesgos que ya en 2019 Nellie Bowles señalaba en un artículo del The New York Times cuando decía que “hay una nueva y curiosa realidad: el contacto humano se está volviendo un bien lujoso”. Ella informa asimismo en su entrega que un estudio apoyado por los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos revela que los cerebros de los niños que pasan mucho tiempo frente a las pantallas presentan un adelgazamiento prematuro de la corteza cerebral que no ocurre entre quienes no lo hacen. Otro estudio mostraría que quienes se exponen más de dos horas al día a una pantalla obtienen menores calificaciones en pruebas de lógica y lenguaje. La escuela, por contraste, incentiva la interacción humana con el resultado de conductas y emociones positivas, estímulo y aprendizaje.

La digitalización absorbente ha venido bien a las autocracias. Prefieren una sociedad que no piensa, que no comparte, que ocupa su tiempo en las redes y en lo que las redes ofrecen. Tanto las élites como el poder político autocrático administran un doble control: el de la información que niegan al ciudadano y el de los datos que el propio usuario entrega. Copan su tiempo y su atención como formas para facilitar la dominación y del poder. La tecnología digital puede provocar aislamiento y masificación. La comunicación instantánea aleja a la gente cercana y afecta a núcleos familiares y de amistad. Las interacciones sociales limitadas a las redes pueden, incluso, reducir de forma significativa la autoestima y la capacidad de las personas.

Los expertos coinciden en que la digitalización de la información y de la política ha trastocado nuestra relación con la verdad, con el otro, con la responsabilidad personal frente a la comunidad. De allí la urgencia de un modelo fundamentado en la persona, en las libertades y en la interacción humana. La digitalización no puede sustituir nuestra presencia ni nuestra voluntad de convivencia.

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