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Foto: Pixabay

La frase «Venezuela se arregló» ha probado ser una ficción de escaso vuelo. Tras los escaparates de las tiendas de lujo y los supermercados full que sugerían la vuelta a una cierta normalidad, acechaba la terca realidad producto de dos décadas de destrucción sistemática y la ausencia de la mínima sensatez para gobernar y administrar con probidad y eficiencia.

Dos datos del Observatorio Venezolano de Finanzas desnudan la fragilidad de ese parapeto propagandístico y presagian un fin de año –uno más– de privaciones, y advierten de los temores que se ciernen sobre el 2023: el primero de esos datos es que la inflación de octubre trepó a 14,5%; y el segundo es que la devaluación del bolívar, solo en noviembre, fue de 43%.

El precio del dólar que a principios del año fue de 4,30 bolívares ahora es de 13 en el mercado negro y de 10,9 según la tasa del Banco Central de Venezuela: la primera es la cotización real que rige el comercio del día a día.

La consecuencia de esa depreciación acelerada es que el salario  mínimo –al que se aferran millones de venezolanos, quienes trabajan en el sector público y quienes reciben una pensión de 130 bolívares como recompensa por el trabajo de toda su vida– cayó a 10 dólares al mes.

¿Y con eso qué se compra? Ahora mismo: un  kilo de carne de res (75 bolívares) un kilo de pollo (44 bolívares) y un kilo de arroz (15 bolívares), y habría que rascar 4 bolívares de la hucha, si es que la hay.

La Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) –un esfuerzo privado que suple la mínima visibilidad del sistema estadístico nacional– levantada en 2.218 hogares entre julio y agosto de este año si bien registró  que la pobreza se redujo por primera vez en 7 años como consecuencia de la mejora del ingreso, lanzó una advertencia e hizo una rotunda constatación.

La advertencia es que la actividad económica de 2022 ya mostraba a mitad de año una ralentización de 7,2% en comparación con el segundo semestre de 2021 y seguirá cayendo el año que viene. Es la consecuencia del deterioro de la infraestructura y de los servicios básicos, del escaso acceso al crédito bancario, de la falta de capital humano, del bajo nivel del ingreso real de los consumidores, el bajo crecimiento de la producción petrolera, así como  de los efectos de algunas sanciones.

La constatación es que Venezuela –curada ya de tanta frase infeliz– es el país más desigual de América: el decil más rico de la población (y más ínfimo) tiene ingresos 70 veces más grandes que el decil más pobre (y más populoso).

Dos décadas y medio (casi) de “(des)gobierno soberano, revolucionario y bolivariano” para hacer pobrísimos a los más pobres.


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