Lamentablemente no he sido aficionado a la música sino al silencio. Creo que desde niño detesté la música popular porque en mi casa -viví mi niñez en una hacienda ganadera y avícola- hubo siempre servidumbre que oía de día las radionovelas y de noche la música popular y numerosos tangos, cuyas letras terminé, de tanto oírlas, aprendiendo y aún puedo recitar varios, sin saber ni quién los escribió ni quièn compuso la música. Nunca me ha gustado oír música sin saber para qué ni por qué, y siempre he escrito en silencio, porque los ruidos, las interrupciones, todo me molesta.

Pero como todos los humanos, tengo memoria de algunas canciones, vinculadas casi siempre a la vida sentimental. Recuerdo algún bolero de Alberto Granados, un cantante que nadie conoce, tío de una de mis aventuras amorosas. Lo de Granados era un alias, porque se apellidaba Giraldo y cuando yo estudiaba la primaria solía oír sus canciones en una rockola que hubo en un establecimiento cercano al parque principal, la única fuente de soda, de entonces. La canción que me gustaba era «Voy gritando por la calle».

Granados terminó de alcalde de su pueblo, un municipio azotado por los crimines de la mafia del narcotráfico y los capos Orlando Henao e Iván Urdinola. Dicen que Granados se hizo judío y hablaba yiddish.

Ya entrado en la adolescencia, en la primera visita que hice, para ver el mar, a Buenaventura, en uno de los prostíbulos de la famosa calle La Pilota, vi bailando un calipso medio chachachá, en la punta de sus dedos, a una jovencita vestida de hombre, con zapatos mocasín italianos de esos que tenían cosido a mano el empeine, una canción de Paul Anka que nunca he olvidado: «Diana», sobre un muchacho enamorado de una moza mayor que él, que no le hacía caso:

Tell me that there is no other

Only you can take my heart

Only you can tear it apart

When you hold me in your loving arms

I can feel you giving all your charms

Hold me, darling, hold me tight

Squeeze me baby with-a all your might.

Cuando estudiaba el bachillerato me aficioné a oír cantantes franceses, a Piaff, «A quoi ça sert l’amour», una canción que oímos tan pronto la grabó con Theophanis Lamboukas cuando yo hacia el cuarto año de secundaria y dejó en varios de los de nosotros una nostálgica impresión al ver aquella anciana de 47 años enamorada de un peluquero de 26 que decía tantas verdades sobre el amor en solo tres minutos y medio y sin recurrir al segundo sexo de Simone Lucie Ernestine Marie Bertrand de Beauvoir, o el existencialismo de su amante, cornudo.

De Aznavour recuerdo haber oído muchas noches de tenidas esa canción de moda sobre la madre que está muriendo y vienen los hijos a verla desaparecer, «La mamma».

Ils sont venus

Ils sont tous là

Dès qu’ils ont entendu ce cri

Elle va mourir, la mamma

Ils sont venus

Ils sont tous là

Même ceux du sud de l’Italie

Y’a même Georgio, le fils maudit

Avec des présents pleins les bras

Tous les enfants jouent en silence

Autour du lit ou sur le carreau

Mais leurs jeux n’ont pas d’importance

C’est un peu leurs derniers cadeaux

A la mamma.

Como retaliación a esa terrible canción escribí, años después, en Nueva York, un poema, también, de espanto, casi que anunciando mi ausencia misma:

«Llegada la hora»

Llegada la hora, hicieron lo suyo.

Presenciaron los hechos y el fracaso.

Incorporaron sus setenta y cinco años

y tomando dos trozos de cal y canto

procedieron a concluir la tarea.

 

Los ojos vieron el cabello confundido de su madre.

Los ojos vieron los encendidos labios de su madre.

Los ojos vieron el cuerpo y el alma de su madre,

la única que había tenido

y tendría para siempre.

De Gilbert Bécaud recuerdo «Nathalie», sobre el amor imposible entre un turista y una moscovita que le sirve de guía, en invierno mientras recorren las Plaza Roja, la tumba de Lenin y la habitación de la muchacha en la residencia universitaria en plena guerra fría.

Canciones, todas entonces, que hacían pensar a la “inteligencia” criolla, que soñaba con Cuba y el Che Guevara mientras en los cines de dobles exhibían los filmes de Cofram, que estaba en un Parìs que incubaba mayo de 1968.

La primera vez -y la única- que vi a Mick Jagger fue una semana después de que yo cumpliera mis 25 años, en el Deutschlandhalle de Berlín Occidental, donde, antes del concierto numerosos asistentes libraron una batalla campal con la policía, que detuvo unas cincuenta personas. El Deutschlandhalle o Salón Alemania, fue inaugurado por Hitler y tuvo un aforo original para unas 10.000 personas. También allí, la famosa piloto de pruebas Hanna Reitsch voló un helicóptero, dentro del edificio. La canción que más se oía de ellos, en Alemania, era «Roll Over Beethoven» de Chuck Berry, pero los Stones terminaron por apropiársela para siempre. Canta el deseo que el rock mezclado al blues sustituyan la música clásica encarnada en Tchaikovsky y Beethoven.

Fue mi casero y su mujer, taxistas, quienes me llevaron a verlos. Un texto de esos años recuerda el evento:

UHLANDSTRAßE  99

Ponía una luz roja

cuando venía

y al día siguiente

aclaraba sus piernas

en el lavabo.

 En Berlín estarán todavía.

 Ambos olían a algo diferente

al dinero: ella a chófer de taxi

tú, a panadero.

 Era en verano, es cierto.

 El sudor delata a todos los clientes.

Paco Ibáñez hizo famoso el poema «A galopar» de Rafael Alberti, que vivía exiliado en Roma.

Fueron los años de mis estudios en Madrid, pero también oí una noche, en un anfiteatro de un colegio mayor cantar a Patxi Andión «Ne me quittes pas», el poema despechado de Jacques Brel, que oí todas las noches de una semana durante una travesía entre Barcelona y Colón, en la cubierta de un viejo barco italiano donde un francés la repetía a petición del respetable.

Andión había conocido a Brel en Paris a comienzos de la década de los setenta mientras huía de la policía franquista que lo acusaba de pertenecer a organizaciones terroristas como el Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP) del que hicieron parte tres de los últimos 5 fusilados por la dictadura en setiembre de 1975.

Esas son algunas de las canciones que recuerdo haber disfrutado en mi juventud. Cuando me dediqué por entero a la enseñanza y la escritura, en mis noches de malta, oí durante años a Gustav Mahler y a Dmitri Dmítrievich Shostakóvich y numerosas arias de Verdi.

Hace muchos años abandoné y arrojé al cesto los acetatos y compactos y cuando vuelvo al de malta oigo algo de Roy Orbizon, «Pretty Woman».

O Amy Winehouse, «Back To Black».

Eso es, o fue, todo.

 


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!