Usualmente, entre lo divino y lo mundano, se cree que hay insondables grados de separación. Tanto así que nos cuesta creer que nuestra propia naturaleza se desenvuelve de forma parecida a la del universo en pleno. Esta incredulidad se ha convertido en la fuente de contradicciones aparentes, de dicotomías que exigen proselitismo de lado y lado, anclándonos así a los determinismos que anulan todo lo verdaderamente humano: lo simple constituido por lo complejo. Esto es cierto en lo filosófico, lo social y, como veremos en este artículo, hasta lo sentimental.

Sin ir muy atrás en el tiempo, circunscribiéndonos a los cambios sociales acontecidos entre el siglo XIX y XXI, nos encontramos con que la comprensión sobre lo que implica una relación de pareja ha fluctuado significativamente. En tiempos pretéritos se entendía que el enfoque principal de toda relación era la estabilidad que traía consigo. La estabilidad es compromiso. La estabilidad es la conveniencia de cara a unos fines comunes. En este caso, los sentimientos como punto de partida eran secundarios ante la seguridad del compromiso. Las generaciones que vivieron este paradigma son las mismas que predicaban que «se puede aprender a querer en el camino», ya que las necesidades de supervivencia volvían a los involucrados en socios inextricables.

Por otro lado, lenta pero seguramente, con la disrupción del ideal romántico y los cambios en la realidad de cada uno de los sexos, se empezó a conceptualizar que el «Amor» tenía que ser la base de toda relación y que, con fundamento en la conexión emocional, es que se puede construir todo lo demás. Esta posición es el ideal contemporáneo a la fecha de este artículo y es el paradigma que sirve de plataforma a la crisis sentimental de esta era.

¿Cuáles son los problemas que enfrentamos a primera vista? En esencia son dos: el primero es que, hoy por hoy, le tememos al «Amor» debido, en gran medida, a una hipersensibilidad al dolor. Siendo que el «Amor» es la victoria que solo se alcanza a través de la rendición, nos es difícil bajar las armaduras y los escudos. El segundo es que, incluso si logramos rendirnos, no podemos evitar preocuparnos por la caducidad de los sentimientos que nos llevaron a relacionarnos en un principio. Observando el entorno, parece que nos percatamos de que toda relación está condenada a asentarse sobre el paradigma de nuestros abuelos: por la seguridad del compromiso y no por lo energizante del sentimiento que arde en el pecho.

He aquí nuestro campo de guerra, la contradicción que ha dado lugar tanto a románticos que buscan la llama irrepetible en su amado como a los realistas que prescriben que toda relación terminará siendo un trabajo más. Ahora bien, si denotamos con cautela, podremos percibir que ambas posiciones se retroalimentan y dan forma a un reduccionismo. Capaz, desde un ánimo de admitir la complejidad que nos caracteriza, podremos escapar de polarizaciones inútiles.

Si empezamos viendo hacia afuera, podemos observar un universo cuyos elementos fluyen en complementariedad. Tal complementariedad, desde la perspectiva que se le vea, puede confundirse con contradicción. La fibra del universo es fluctuante, una totalidad que implica presencia y ausencia, ascenso y descenso, espacio y forma, divergencia y convergencia y así sucesivamente. ¿Por qué viene esto al caso? Porque a tal descripción podemos cambiarle el inicio de la proposición con «la fibra del ser humano es…».

De tal manera que si lo «pequeño», lo humano, refleja lo «grande», lo universal, entonces podemos esperar lo mismo en cómo conectamos con alguien y el manejo de las sensaciones involucradas. Esta perspectiva es esencial para poder llegar a un entendimiento genuino sobre nosotros mismos. En este orden de ideas, podemos que ver que el «Amor», en su plano sentimental, implica un par de necesidades contradictorias: el deseo, por una parte, de converger, reunir, rendir el ego ante algo mayor y, por otro, de divergir, separar y reafirmar al ego, sea por la protección de sí mismo o para poder seguir siendo testigo del objeto de deseo. El camino medio, el fiel de la balanza por así decirlo, representa la ruta para la obtención, en distintos momentos, de ambas necesidades. No se trata entonces de seguridad y confort o pasión genuina como dicotomía. Se trata de aceptar que la ausencia o individualidad es igual de importante que la presencia o la unidad.

Desde una perspectiva de la complejidad, una relación capaz no se diferencia en nada de todo lo que nos rodea. El universo persiste gracias a un orden que admite a su vez un grado de desorden o aleatoriedad. Poniendo el foco en lo sentimental, esto se traduce en que sí, necesitamos intimidad y seguridad para saber que estamos conectados, pero también necesitamos un grado de desorden y espacio para seguir deseando y anhelando. Es este balance el que podría dar longevidad a una relación. Demasiado orden y convergencia dan pie a la sensación de encierro. Demasiado desorden y espacio dan pie a la sensación de aislamiento y soledad.

Entre las necesidades de disolvernos y reafirmarnos encontramos nuestros propios retos interpersonales derivados del miedo. Si entendemos disolvernos como el riesgo de caer en la rendición y la vulnerabilidad, entonces levantaremos paredes para evitarlo y no perdernos. Si entendemos reafirmarnos como la máxima expresión de que estamos nosotros y están los otros, entonces la posibilidad de que nos vean plenamente siempre implicará el riesgo de que seamos rechazados. Lo gracioso de esto es que, indistintamente del miedo que se trate y los contextos particulares de cada uno, nosotros sabemos en lo más profundo de nuestro ser que deseamos disolvernos y reconstituirnos, una y otra vez, porque entre esos dos estados interdependientes encontramos la felicidad; la felicidad de soltar y ser parte de un todo, un «nosotros», por un lado, y, por otro, la felicidad de afirmar y marcar la pauta sobre nuestros destinos individuales, un «yo».

Tal como el taijitu, el famoso símbolo del yin y yang, una relación requiere de la convivencia de lo aparentemente contradictorio. Requiere luz en cuanto intimidad, compañía y afecto. Requiere sombra en cuanto juego, riesgo e individualidad. Requiere los simples placeres de lo mundano y la proyección de la fantasía en el otro. Requiere ser de esta vida y también más allá de esta vida. Si podemos lograr de veras entender esto, si logramos ver al otro en toda su complejidad y no como una caricatura unidimensional, entonces, bajo estos términos, una relación podría ser lo mejor que nos pase. Podríamos tener, en palabras de Esther Perel, «una plataforma con alas».

@jrvizca


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!