Son veinte años, siete meses y siete días de esta desgracia chavista, esta maldición inmerecida, este castigo innecesario. Terrible tiempo, tortuoso y muy dañino de esta pesadilla coloreada de un rojo alarmante destruyendo al país. Este dolor debe acabarse. ¡Por Dios!

Nunca tendré autoridad para reprochar al que se va del país, argumentando la grave e inocultable pesadilla veinteañera que hoy padecemos en Venezuela, así como tampoco al que se queda –pudiendo o no irse– con la convicción de poder hacer algo desde este suelo o desde la distancia que en los más de los casos nos duele tanto.

Ante esta terrible realidad, llamar cobarde al que se va, o pendejo al que se queda, no es solo simple cicatería o sencillez de criterio, es una barbaridad deleznable, una injusta apreciación del contenido y la significación de tamaña decisión; es, además, una evidente señal de enanismo intelectual, propio del que ve todo en un cuadrito y no precisamente de los tantos que componen la obra del maestro Carlos Cruz-Diez que se exhibe en un pasillo del aeropuerto de Maiquetía.

Se trata de defender el derecho de los que quieren irse, y desde luego –como se ha dicho– de los que deciden quedarse. Porque eso es la libertad, albedrío, en eso consiste el ejercicio de las libertades públicas, a pesar del desgobierno que se empeña en coartarlo a cada rato, sin miramientos y teniendo en mala hora entre sus garras todo el andamiaje del poder del Estado.

La peste odia el estudio, repudia el conocimiento, aborrece el olor a lápiz y cuaderno, le huye al pupitre, aborrece la tiza y el pizarrón, se espanta con la universidad, maltrata a estudiantes y profesores, los atropella, los mata. No tiene paz con los libros.

Por eso me preocupa que no seamos capaces de darnos cuenta que el país va por un despeñadero, cuesta abajo en su rodada, como llora el tango. Incapaces de ponernos de acuerdo en un tema tan fundamental como es –ya no una percepción– sino un hecho triste,  un desolado infierno que nos dejó aquel milico golpista, hoy en manos del gobernante que dice ser su hijo, y de su equipo ineficiente que no han podido dar hasta ahora ni una señal de rectificación.

Siguen las amenazas a los medios y a todo aquel que piense distinto, el populismo que regala lo que no es suyo, mientras Maduro se ufana de ser un buen conductor de autobuses. No denuesto el oficio de chofer, no. Me refiero y rechazo uso y abusos de recursos públicos para consolidar esa otra metáfora de la pobreza que es el chavismo.

No tiene caso seguir en ese terreño proceloso y detestable al que nos ha llevado esa cosa aposentada en Miraflores, con el lenguaje incendiario propio y heredado de aquel milico golpista que no escatimó en sembrar el odio y el resentimiento en el país.

Hemos caído en la trampa, en esa odiosa estrategia. A los que hoy profesan esa tesis delirante como forma de gobierno les ha funcionado poner a pelear a la oposición; dividirla es su propósito porque saben que desde hace rato ya no son mayoría, que el país necesita y clama un cambio, que Venezuela merece ser gobernada por otra gente comprometida con su futuro, empeñada en corregir errores y subsanar las omisiones en que ha incurrido el desgobierno que no cesa en su perverso afán de seguir aferrado al poder.

Estamos mal, pero obligados a estar bien o mejor. Así esta ligera radiografía del país, este triste retrato hablado de lo que somos y que muchos no queremos que sea. Y además nos duela en el alma y la piel.

No solo se naufraga en el mar, sino también a diario en tierra firme. Es la peste que nos ahoga, nos niega la posibilidad de soñar un mejor país, alcanzarlo e instalarnos en él con intenciones y aspiraciones de mejores condiciones de existencia.

Esa misma situación dilemática nos ha llevado a no entender que para ser libres, expresar o decidir con albedrío nuestra vida personal, familiar o social, debemos respetar al otro, no solo en la participación en los asuntos públicos, sino también y necesariamente, aceptarnos en nuestra privacidad y defenderla. Debemos echar a un lado, desestimar cualquier intento de presión, no aceptarla de nadie que pretenda imponernos algo que no queramos, o aquello de lo que discrepemos

La profusión de vallas y propaganda chavista en Maiquetía, desgracia cualquier llegada y hace más infeliz toda partida.Por cierto, es probable que mis hijos se vayan, mis ojos lluevan y deba prepararme para el regreso.

Castigos innecesarios: atacar al que se va, criticar al que se queda.

 


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