El pasado 5 de diciembre se celebró el Día del Profesor Universitario, aunque lo de celebrar suena un poco forzado, vistas las duras condiciones dentro de las que transcurre la vida de los docentes. Baste señalar en este sentido que, de acuerdo con una encuesta realizada hace poco, la mayoría de ellos obtiene una remuneración que apenas bordea el costo de la canasta familiar. Y mejor no hablemos de otras cosas porque el paisaje desconsuela.

La digitalización forzosa (o la nostalgia de un profesor analógico)

Ciertamente no fue, así pues, un día para festejar, doy testimonio personal de ello. En efecto, soy profesor universitario, aunque de pura casualidad. Nunca me pasó por la cabeza serlo. Un día, al poco tiempo de graduado, fui llamado por las autoridades de la Escuela de Sociología para hacerle la suplencia a una profesora que, por razones de salud, tuvo que abandonar las clases a mitad del semestre. A la semana del aviso me vi, para mi propio asombro, parado en la tarimita de un aula del piso 7 de la Facultad de Economía, a cargo de una materia que, aquí entre nos, se encontraba fuera del menú de mis principales intereses y curiosidades intelectuales. Posteriormente, gracias a una inercia bendita, ingresé formalmente y hasta el sol de hoy, aunque no he hecho lo que se llama una carrera académica y nunca me he ganado la vida a través de la docencia, me refiero en el sentido económico, porque en el literal, vaya que me la gané. Apenas me asomo un día a la semana por los pasillos ucevistas y hace casi dos años que no voy por esos lares, culpa de un animalito microscópico, origen de la pandemia que los terrícolas no hemos sido capaces de encarar.

En consecuencia, me encuentro condenado al Zoom, lo digo literalmente sin exagerar. La universidad se encuentra cerrada, por no decir confinada. Los hechos han impuesto un modo virtual, imprescindible para que lleve a cabo sus actividades, aunque la tarea encuentre diversas limitaciones y complicaciones. Es una vía que, desde luego, ha resultado muy útil, que tiene evidentes ventajas y que desde hace rato pareciera dibujar un futuro auspicioso.

Pero también es cierto, dicho sea de paso, que carece de los encantos de la vida analógica. No en balde abundan cada vez más los estudios que sostienen que, “lo físico contraataca”. Toma cuerpo una suerte de revancha de lo analógico, instando a comprender que la experiencia humana necesita de ambos mundos –el físico y el digital– si se trata de llevar la vida como debe ser.

Entretanto, el siglo XXI hace de las suyas

Al margen de lo anterior, y volviendo al asunto que concierne al artículo, en esta época las universidades dan tristeza, sobre todo las públicas autónomas. Su situación es el resultado de la aplicación de un manual oficial que contiene las instrucciones establecidas y que, con pequeñas variantes, lleva más de dos décadas de vigencia. Su propósito es terminar con su autonomía y abrirle la rendija a una línea “académica” cuya finalidad es, palabras más, palabras menos, formar los profesionales que necesita la revolución, una amplia fórmula verbal que da pie para cualquier cosa, dado el galimatías ideológico que caracteriza al gobierno de estos últimos tiempos.

En suma, se trata de una iniciativa que va a contramano del concepto de universidad y frente a la cual la resistencia interna, hay que señalarlo con franqueza, no ha sido ni suficiente ni adecuada ni unitaria.

Hay, entonces, que entender la situación que padecen nuestras universidades, pero desde el futuro. Solo desde allí es como puede calibrarse su actual crisis y bosquejar el camino que debe seguir en su transformación. En este sentido, diversas investigaciones han coincidido en señalar una tendencia general hacia la masificación, la diferenciación, la virtualización, la internacionalización, la multiplicidad y diversidad de los actores académicos, la multi e interdisciplinariedad y otros temas que perfilan un mapa distinto en el que no todo es color de rosa, cabe advertirlo, obligando a acomodar la brújula para orientar los cambios que haya que hacer.

Harina de otro costal

No quiero llover sobre mojado. Han sobrado las opiniones, como era natural. Han sido numerosas, distintas y hasta contradictorias. Y lamentablemente a muchos nos queda la sensación de que el evento del domingo 21 de noviembre no sirvió para lo que debería haber servido, esto es, para empezar a desenredar nuestro conflicto político, ese que nos agobia desde hace tiempo y que nos deja a todos la impresión de que la vida venezolana ocurre en una calle ciega, sin que ni los tirios ni los troyanos que se mueven en la escena política, parecieran darse cuenta de ello.

Ojalá, pues, que este no sea el saldo que nos dejan las recientes elecciones y que lo que escribo no sea sino el efecto de un parpadeo emocional que tomó por sorpresa a mi optimismo.

 


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