La estatua de Cristóbal Colón fue derribada en Caracas en 2004

El miércoles 12 de octubre, acometí tempranamente mi singladura dominical; no quise, sin embargo,  navegar sin rumbo en  el mar de las divagaciones habituales y, entonces escruté y copié prosaicos textos de mi autoría y me coloqué al socaire de los ventarrones antihispánicos convertidos en torbellino, hace 18 años, por  Hugo Chávez cuando, de modo temerario y maniqueo, cuqueó el avispero del revisionismo histórico, a fin de malquistar a su fanaticada fundamentalista con la «madre patria» y concitarla, mediante una atolondrada cháchara atestada de estereotipos, lugares comunes   y  las  aburridas e inexcusables reiteraciones de quien habla mucho y piensa poco, a derribar la estatua de Cristóbal Colón emplazada en el paseo caraqueño de su nombre. Esa vandálica, atroz y chauvinista acción no se debió a la improvisación; fue, valga la frase hecha, fríamente calculada, pues el dicaz paracaidista, ayuno de grandeza y ávido de antecedentes homéricos, necesitaba justificar su discurso con base en una épica whash and wear y/o prêt-à-porter. El petulante candidato a la perpetuidad, en incontestable registro apodíctico, dictaminó la perversidad del Almirante de la Mar Océana, glosando a capricho la Venezuela Heroica de Eduardo Blanco y la Historia Elemental de Venezuela del Hermano Nectario María. Con sus falaces argumentos magister dixit, el avatar del Libertador hizo suya una simplificación de la «leyenda negra», inherente a la patriotitis crónica, sobre la cual cimentó sus baldones al proceso civilizatorio, mestizaje y sincretismo cultural operados durante la conquista y colonización de Venezuela.

En aquella barahúnda vindicativa de pueblos originarios de un territorio caricaturizado con un desdeñoso diminutivo de Venecia, tuvo estelar figuración Freddy Bernal, alcalde de Caracas y uno de los más conspicuos culos de mal asiento del chavismo. El burgomaestre ni siquiera trató de poner orden en la pea y espoleó a quienes, con 5 siglos de retardo, exigían vengar a los aborígenes y someter a juicio sumario al navegante genovés; pidió calma sin cordura alguna de su parte, al declarar: «La historia debe ser reescrita y estamos dispuestos a hacerlo. Por eso rechazamos los honores a Colón». Ello avivó la hoguera del ajuste de cuentas con los reyes católicos y propició el «linchamiento» de su adelantado, el marino cuyas derrotas ensancharon el mundo y nos insertaron en la geografía universal. Se incurrió, a fe mía, en un «crimen de lesa historia» con la aquiescencia presidencial. El gorilón santificado mutó el recordatorio de la gesta de Colón en conmemoración de una resistencia indígena de embuste embuste, amojonada de combates entre buenos, los de aquí, y malos, los de allá. Paradójicamente, el régimen inhabilitó y acosó en 2015 a diputados de las etnias amazónicas, para despojar a la oposición democrática de la mayoría absoluta en la asamblea nacional. ¿Yerro, estupidez o abuso?

En su Diccionario de tópicos, Flaubert anotó dos frases aconsejando pronunciarlas con solemnidad cuando saliese a relucir la palabra error. La primera, endosada a Talleyrand — hay quienes la endilgan a Fouché—, a propósito del fusilamiento del duque de Engiben, reza: «Es peor que un crimen, es un error». El agravio al descubridor fue, además de ejecución simbólica, equivocación superlativa porque puso en evidencia la anarquía, impunidad y delincuencia consustanciales con el petro populismo socialista del siglo XXI. La segunda cita, «Ya no queda ningún error por cometer», corresponde a Adolphe Thiers, el sepulturero de la Comuna de París. A Nicolás el tópico le sienta bien. Se le agotan los sustantivos, a pesar de padecer de una indigestión toponímica, producto de ese patrioterismo vinculado a ancestros precolombinos detectados por la arqueología bolivariana. Y si de despropósitos se trata, abundan estos en la manía padrinomadurista de superar desdichas y remediar calamidades con placebos ideológicos. ¿Pifias? No, sandeces.

Guardo un perspicuo recuerdo del deslave de Vargas y la semana pasada, en este espacio, me referí al mismo sin vislumbrar la simetría entre sus incidencias y las atinentes a la ya denominada «tragedia de Las Tejerías». Aunque, en términos de escala, lo acontecido en la ciudad aragüeña es de menor cuantía respecto a la devastación de hace 23 años en el litoral central del país, cuando poblaciones enteras fueron arrasadas por las aguas y sepultadas bajo las piedras y el lodo, y decenas de miles de personas perecieron, no dejan de impactar las imágenes de sus calles convertidas en caminos empantanados y llenos de escombros. 43 víctimas mortales confirmadas y unos 60 desaparecidos era el saldo de los estragos debidos a las lluvias y a la crecida de la quebrada Los Patos, al momento de pergeñar estas líneas —a la larga, en casos similares, las desapariciones terminan engrosando las listas de decesos—. Como pautan la costumbre y la informatización, tal corresponde a un guerrero de las redes fecales, perdón, sociales, el mandatario nominal de facto decretó vía Twitter «zona de desastre (sic) y tres días de duelo». Plantado en rol protagónico en el escenario de la desgracia, el ministro de relaciones interiores, justicia y paz, general Remigio Ceballos, anagrama de cabellos, cebollas y bellacos, impidió  a los periodistas no alineados al régimen acceder al lugar, sesgando las noticias a su conveniencia, en sintonía con la gobernadora del estado, Karina Carpio, quien se molestó por la publicación en internet de fotos y videos de lo ocurrido, atribuible  en grandísima parte a la nula poda de árboles y escaso mantenimiento de alcantarillado,  diques, drenajes y embaulados en esa entidad. Pero, y eso acaso le sepa a soda, como informó El Nacional, gracias a las imágenes difundidas por los habitantes de Las Tejerías y sus familiares, se enteró la ciudadanía de lo acaecido allí la noche del sábado 8 de octubre, porque las autoridades guardaban un misterioso silencio. Sobre la susodicha Karina y Pedro Hernández, alcalde del municipio Santos Michelena, recaen, por omisión, culpas del luctuoso balance, endosado olímpica y poncio piláticamente a la ira de la naturaleza —La Niña y el cambio climático— o a la cólera de Dios.

Mientras se desarrollaba el drama prefigurado en las fallas señaladas en el párrafo anterior, el muñeco bigotón cantinfleaba un mensaje extemporáneo y cursilón —«Nuestro rumbo es vivir viviendo, como decía nuestro comandante Chávez, con conciencia, valores y ética, pero sobre todo siendo felices y haciendo feliz al prójimo. ¡Es el vivir viviendo que debemos alcanzar!» —, porque al mal tiempo, claro, buena cara, caray, caramba y carambola y, por eso, entre la catajarria de despachos del gabinete bolivariano, recuerden, tenemos un viceministerio de la suprema (y utópica) felicidad ja-ja, ja-ja, encargada de la satisfacción física y espiritual del pueblo patriocarnetizado, tal se procedió en Yaracuy celebrando el despojo o robo al patrimonio artístico de la Universidad Central de Venezuela de la estatua de María Lionza, denunciado por el Consejo de Preservación y Desarrollo de esa casa de estudios. La monumental obra del escultor Alejandro Colina fue a parar a una glorieta de Quibayo (Chivacoa, estado Yaracuy, ¡uy!), desatinadamente llamada plaza e insensatamente apellidada Bolívar. Y aquí se prendió un bonche inaugural con participación estelar de Ernesto Villagas o Villegas, Freddy Ñoñas o Ñáñez, ministros de cultura, el primero, y de comunicación e información, el segundo, y del gobernador, Julio León Heredia, quien complaciendo peticiones de la Federación Venezolana de Espiritismo (¡!), apadrinó la sustracción de la nalguitetuda soberana de Sorte. Caracas no fue ajena al relajo: un acartonado y descomunal Amalivaca, dios caribe de la creación, fue paseado en procesión a lo largo de la avenida Francisco de Miranda. En el ínterin, el gobierno de facto intentó rechazar en la ONU la condena a las anexiones ilegales de Rusia, pero no pudo votar debido a las deudas pendientes con el foro plurinacional. Otro petardo de una política exterior supeditada a impresentables aliados. Bien, nada más podemos agregar. Por eso, usurpo, a guisa de colofón a estas variaciones sobre la brejetería indígena, un pertinente y acertado comentario de Claudio Nazoa: «Gracias a Colón, como hallacas, pan de jamón, tomo vino, hago parrilla, tomo ron (la caña viene de la India,) sancocho de gallina, toco cuatro, arpa y maracas y tengo este bello idioma, que le sirve a los bobos para decir que odian a Colón».

 

Raúl Fuentes


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