Después de 11 años de que se dictara una orden de arresto internacional en contra de Omar al Bashir, quien, hasta abril de 2019, fuera dictador de Sudán, su hora parece haber llegado. En un libreto que parece conocido, los mismos militares que ayer lo apoyaron, que luego le derrocaron y encarcelaron por corrupción, pero que se negaban a entregarlo a la justicia internacional, hoy aceptan que el temible tirano de ayer debe ser entregado a la Corte Penal Internacional, para ser juzgado por genocidio, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Así lo ha anunciado el vocero del Consejo Soberano de Sudán, Mohamed Hassan al Taishi, decisión que fue confirmada por el ministro de información sudanés.

La decisión de entregar a Al Bashir se adoptó como parte de las negociaciones que han llevado adelante los militares hoy en el poder y sectores civiles de la oposición sudanesa, a fin de hacer justicia a las víctimas de un conflicto armado y de treinta años de dictadura durante los que se persiguió, se torturó y se asesinó a los adversarios políticos. El actual gobierno de Sudán entiende que “no se puede hacer justicia sin curar todas las heridas con la justicia misma”. Se da por sentado que la paz no se logrará sino “abordando las raíces de la crisis y compensando a las víctimas con justicia”. Pero, incluso si las partes en esa negociación hubieran acordado algo diferente, hay que advertir que el camino de las componendas para garantizar la impunidad estaba (y está) cerrado por el Derecho Internacional. Tarde o temprano, quienes hayan cometido crímenes contra la humanidad, o quienes, en cualquier forma, hayan participado en ellos, inevitablemente tendrán que comparecer ante la justicia.

Según el tratado que creó la Corte Penal Internacional y que regula su funcionamiento, la competencia de dicha Corte tiene un carácter complementario de las jurisdicciones nacionales, siendo éstas a quienes corresponde, de manera prioritaria, enjuiciar a los responsables de crímenes internacionales. La Corte Penal Internacional puede actuar solamente si en la jurisdicción nacional no se ha llevado a cabo la investigación pertinente o el enjuiciamiento, o si dichos tribunales nacionales no están dispuestos o “no pueden realmente hacerlo”. Se entiende que los tribunales nacionales no están dispuestos a actuar -o no están en capacidad de hacerlo- si carecen de independencia o imparcialidad, o si han adoptado decisiones encaminadas a sustraer a la persona de que se trate de su responsabilidad penal por crímenes de competencia de la CPI, por ejemplo, absolviéndola o condenándola a penas insignificantes. En consecuencia, si los responsables de crímenes internacionales no son apropiadamente castigados por los tribunales de sus propios países, lo serán por los tribunales internacionales. Eso es lo que ahora va a ocurrir con Omar al Bashir, después de haber sido condenado por los tribunales nacionales, por corrupción y no por crímenes contra la humanidad, a dos años de prisión.

La competencia de la CPI es muy limitada, su experiencia es muy breve, y los casos de que ha conocido son todavía muy pocos. Pero cada vez que ha asumido un asunto lo ha hecho con determinación y con responsabilidad. Ya habrá otros asuntos que tendrá que abordar y, con toda certeza, lo hará con el firme propósito de hacer justicia a las víctimas; allí no hay espacio para la política.

En lo que concierne a Venezuela, particularmente quienes puedan estar involucrados en la comisión de crímenes de competencia de la CPI, o que puedan estar participando en procesos de negociación para superar la tragedia que nos aflige, deberían tomar nota. Mientras estos últimos deben estar advertidos de los límites de lo que es negociable, los primeros deben saber cuál es el destino inexorable que les espera: una celda en una prisión de La Haya.


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