En un par de semanas se cumplirán, el mismo día, dos décadas de los ataques terroristas a Estados Unidos y de la firma de la Carta Democrática Interamericana. Se trata de dos referencias trascendentes, por razones muy distintas, pero hasta hoy igualmente relevantes. Ahora ambas vienen a la memoria, con Afganistán muy en mente en medio del caótico retiro de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, paralelo al retorno del régimen talibán. También con Venezuela en el pensamiento y ante las evidencias hemisféricas de erosión de la democracia, de avances autoritarios y, no por casualidad, de debilitamiento del amplio compromiso democrático asumido en 2001.

Aquel 11 de septiembre, tras el ataque terrorista sin precedentes, las condenas e iniciativas internacionales se manifestaron de inmediato. No solo hubo llamadas y declaraciones de solidaridad de organizaciones y gobiernos del mundo hacia Estados Unidos. Se produjeron también resoluciones como las de la Organización de Estados Americanos –que acordó la aplicación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca–  y de la Asamblea General de las Naciones Unidas y el Consejo de Seguridad. Este último autorizó a los Estados a actuar para prevenir y reprimir actos de terrorismo. Por su parte, la Organización del Tratado del Atlántico Norte activó, por primera vez desde su creación, su artículo 5, que compromete a sus miembros a actuar en defensa del aliado atacado.

Estados Unidos acompañado por aliados de la OTAN inició en octubre la operación militar en Afganistán. Allí había ubicado facilidades para el adiestramiento y permanencia de la organización terrorista Al Qaeda, bajo la protección del régimen talibán, identificada como responsable de los ataques. En los primeros días de diciembre, después del derrocamiento del gobierno de los talibanes, fue firmado el Acuerdo de Bonn con el que se creaba una Autoridad Provisional, con el apoyo del Consejo de Seguridad, que daría luego paso a un gobierno de amplia representación. La ubicación y muerte de Osama Bin Laden en territorio paquistaní se produjo en 2011 tras diez años de búsqueda. Allí no terminó la secuencia que ocupó a cuatro presidentes de Estados Unidos pese a que tres de ellos –Obama, Trump y Biden– eran partidarios de terminarla.

Ahora, el aparatoso y caótico término de la costosa operación militar sucede en un entorno mundial más complejo que el de 2001, cuando prevalecía una más amplia voluntad de cooperación internacional contra el terrorismo. Internacionalmente hay muchos más recursos materiales y tecnológicos para la cooperación internacional antiterrorista pero, mirando el momento desde Afganistán, no parece haber modo de impedir la regresión que trae consigo el retorno de los talibanes al poder. Esto puede verse alentado una vez más por las complejidades del país –no en vano llamado “cementerio de imperios”– pero también por la inclinación de gobiernos con capacidad de incidencia. Estos se mueven entre el apaciguamiento y la contención del desbordamiento en migraciones y terrorismo, por un lado; por el otro, el aprovechamiento de la oportunidad geopolítica y económica sin consideración alguna de la pérdida de derechos y opciones de vida que había ido ganando espacio, particularmente para las mujeres.

Otro y el mismo caso es que el presente mundial, en materia de compromisos con la democracia, es visiblemente mucho menos alentador que el momento de 2001 cuando la Carta Democrática Interamericana fue aprobada en Lima por todos los miembros activos de la OEA, pocas horas después de los ataques a Estados Unidos. Se conjugaron en su texto la evolución institucional y el momento hemisférico, también el consenso entre democracias que la resistencia del gobierno venezolano no logró alterar.

El impulso institucional venía del lento pero firme avance del sistema interamericano de protección de los derechos humanos, así como de la evolución y fortalecimiento del principio democrático en sucesivas resoluciones y reformas de la Carta de la OEA. El predominio sin precedente de gobiernos de origen democrático, la preocupación compartida por la ilegitimidad del desempeño de gobiernos electoralmente legítimos, como en la involución recién superada por Perú, alentaron la suma de tres piezas fundamentales al compromiso democrático hemisférico: la consideración de la democracia como un derecho ciudadano, siendo deber de los gobiernos defenderla; la inclusión de las acciones gubernamentales contrarias al Estado de Derecho y la institucionalidad democrática como situaciones que al igual que los tradicionales golpes de Estado, ameritan la atención, evaluación y sanción hemisférica y, como necesario complemento, la posibilidad de que esa atención, evaluación y sanciones se inicien desde la propia OEA.

Las apelaciones a la Carta Democrática fueron disminuyendo a medida que se debilitaban los compromisos democráticos de los propios gobiernos. De los nueve casos atendidos con iniciativas, más allá de declaraciones de apoyo, en los primeros diez años de vigencia de esta Carta –Venezuela (2002-2004), Nicaragua y Ecuador (2005), Bolivia (2008), Guatemala y Paraguay (2009), Honduras (2009-2010), Haití (2010-2011)– solo el de Venezuela lo fue por iniciativa del Consejo Permanente de la OEA, el resto lo fue por iniciativa de los gobiernos en problemas. En adelante y por varios años se hizo sentir el desafío a la OEA y la Carta Democrática desde otros foros, como la Alianza Bolivariana, la Unión de Naciones Suramericanas, y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. Se fue generalizando tanto la instrumentalización política nacional de la defensa de la democracia para enfrentar protestas y fortalecer el control gubernamental, como la referencia al principio de no intervención. Las invocaciones de la Carta se fueron haciendo menos frecuentes y, cuando lo ha sido, en años recientes, ha tenido un papel fundamental la iniciativa del secretario general, como en los casos de Venezuela (activada por el Consejo Permanente en abril de 2017 y recordada en junio de 2018) y Nicaragua (2019). Se trata de dos situaciones muy graves, pero no las únicas en nuestro continente, donde proliferan las actitudes, políticas y programas que, ante los fallos en la institucionalidad y dificultades de gobernabilidad, optan por la concentración del poder y la deslegitimación de instituciones tan fundamentales como la libertad de expresión y prensa, la separación de poderes y la alternancia.

Así como el caso de Afganistán es hoy referencia ineludible para una evaluación comprehensiva de las responsabilidades e ineficiencias de la cooperación internacional en seguridad y desarrollo de gobernanza, también Venezuela, incluido su activismo contra la institucionalidad internacional y el sistema de protección de los derechos humanos, es referencia y recordatorio indispensable para la evaluación, también integral, de las responsabilidades regionales en la pérdida hemisférica de solidaridad democrática.

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