La decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos de desestimar explícitamente la acción afirmativa basada en la raza en las admisiones universitarias ha intensificado los debates sobre el privilegio y la movilidad social en Estados Unidos. Las universidades de élite son centrales en estas cuestiones y la desilusión manifestada por muchos defensores de una mayor inclusividad y apertura en la educación superior es entendible. Pero también lo es el entusiasmo entre los norteamericanos de origen asiático, que han sido discriminados en el proceso de admisión en instituciones como la Universidad de Harvard.

En cualquier caso, ahora se nos presenta la oportunidad de pensar en soluciones más radicales para lo que, claramente, es un sistema de admisiones que no funciona en las principales universidades estadounidenses. Los problemas de la estrategia actual son muchísimos. Por empezar, los hijos de donantes y exalumnos adinerados ocupan muchas vacantes codiciadas y nadie se preocupa por negar que la motivación para esas admisiones heredadas es recaudar más dinero e incrementar los fondos de las principales universidades.

Asimismo, a pesar de sus becas basadas en la necesidad y de los compromisos manifiestos con la inclusividad, las universidades de élite solo hacen un aporte limitado a la movilidad social en comparación con universidades y escuelas públicas menos selectivas. Son estas instituciones las que ofrecen el principal camino hacia una movilidad ascendente tanto entre las minorías blancas como subrepresentadas, debido al simple hecho de que admiten a muchos más norteamericanos provenientes de entornos socioeconómicos menos privilegiados que, muy probablemente, no tengan acceso a la mayoría de las instituciones de élite.

El sistema actual también permite que las autoridades a cargo de las admisiones tomen decisiones trascendentales sin ninguna transparencia o responsabilidad, y le otorga mucho más peso a las actividades extracurriculares, aunque esto claramente privilegie a los jóvenes provenientes de entornos de clase media alta.

¿Cómo sería una reforma significativa? Una buena idea son las loterías de admisiones, sugeridas originariamente por el psicólogo Barry Schwartz a comienzos de los años 2000 y respaldadas más recientemente por el filósofo de Harvard Michael J. Sandel en La tiranía del mérito.

El libro de Sandel, junto con el libro reciente del profesor de leyes de Yale Daniel Markovits sobre el mismo tema, ofrece una crítica más amplia de la “meritocracia” por cómo incide en la creación de una sensación de legitimación entre aquellos que triunfan y una sensación de fracaso entre quienes no lo hacen. Ambos libros advierten sobre una “falsa meritocracia”, en la cual el mérito encubre los vínculos sociales, las conexiones y la riqueza que son los que, verdaderamente, hacen posible el éxito.

Pero sería un error basar todas las admisiones a las universidades de élite en las loterías. Después de todo, estamos hablando de universidades de investigación de primerísima categoría y hay un valor social en conectar a los alumnos de mejor rendimiento con los mejores investigadores, así como en preservar el espíritu de la excelencia académica.

Aun así, un sistema de lotería híbrido podría funcionar, con una clasificación de las solicitudes en tres grupos en base a una métrica como SAT/ACT (los dos exámenes estandarizados de aptitud a nivel universitario utilizados en Estados Unidos). Además del grupo de rechazados, el segundo grupo podría incluir al 10% superior de los resultados que la universidad en cuestión admite actualmente, y el tercero podría incluir a todos los que se encuentran en el 90% inferior del rango aceptable. Este último grupo -que puede ser entre cinco y diez veces más grande que el volumen de la promoción que se admite actualmente- luego se reduciría gracias a la lotería.

No hay nada inherentemente injusto en una lotería. Como las diferencias en la formación académica entre los miembros de este tercer grupo, por lo general, son muy pequeñas, la selección muchas veces depende de otros factores, como si un postulante es un atleta o se ha destacado en otras actividades extracurriculares. Pero estos criterios son tan arbitrarios como una lotería.

Las loterías también pueden beneficiar, de manera transparente, a los postulantes provenientes de contextos desfavorecidos, al considerar, por ejemplo, un ingreso parental bajo, o de áreas con códigos postales de bajos ingresos o zonas rurales. La segregación residencial es un problema social creciente -y cada vez más documentado– en Estados Unidos. Pero si los alumnos de códigos postales de bajos ingresos tuvieran más oportunidades de ingresar a las universidades de élite, muchos padres de clase media podrían pensarlo dos veces antes de mudarse a suburbios de altos ingresos.

Sin embargo, como ni siquiera ponderar las probabilidades de la lotería equilibraría la balanza, también deberíamos considerar una medida adicional: solicitudes automáticas para los mejores alumnos de las escuelas de bajos ingresos. De esta manera, los candidatos con alto potencial provenientes de zonas no privilegiadas no perderán oportunidades solo porque se los desalentó a postularse -como suele suceder con el sistema actual.

Las loterías también crearían un cuerpo estudiantil más diverso en las principales universidades, porque el grupo de la lotería tendría contextos económicos y étnicos más heterogéneos, algo que ya se puede observar en las universidades de nivel medio. Un sistema basado en una lotería, por ende, invitaría a una reevaluación más amplia de la meritocracia, al debilitar la presunción de que a los jóvenes de zonas y de padres ya ricos, natural y merecidamente, les va bien. Algunos de estos estudiantes ingresarían, pero muchos otros no -y este beneficio sería aún mayor si a los estudiantes admitidos no se les dijera si estaban en el grupo dos o tres.

Finalmente, un sistema de lotería híbrido eliminaría el poder poco transparente y arbitrario de los comités de admisión, y podría facilitar la tarea de evaluar el valor agregado de las instituciones más elitistas (y costosas). ¿Universidades como Stanford y Princeton realmente “se ganan” los honorarios que cobran? Ahora podríamos averiguarlo.

Naturalmente, un cambio tan radical enfrentaría una oposición feroz, sobre todo de parte de las familias que actualmente ganan acceso a través de sus vinculaciones sociales, sus inversiones en actividades extracurriculares e instrucción adicional, e instalándose en zonas de mayores ingresos con universidades de mejores recursos. Algunas universidades de élite también pueden rechazar estas reformas, por miedo a perder las donaciones de los exalumnos. ¿Pero realmente necesitan donaciones más abultadas?

Como sea, para romper con el estatus quo, tal vez solo haría falta que una o dos universidades dieran el primer paso, quizá con cierto estímulo del gobierno. Por ejemplo, los subsitios federales y otras transferencias podrían otorgarse solo si una institución lograra una representación suficiente de jóvenes de hogares o códigos postales de bajos ingresos. Es hora de cambiar la mentalidad y emprender una acción audaz en la educación superior de Estados unidos.

Daron Acemoglu, profesor de Economía en el MIT, es coautor (junto con Simon Johnson) de Power and Progress: Our Thousand-Year Struggle Over Technology and Prosperity (PublicAffairs, mayo 2023).

Copyright: Project Syndicate, 2023.

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