negociación

La demonización de los acuerdos es consustancial a la antipolítica –no se admite que el ejercicio del poder público se apoya en una serie de alianzas y de convenios suscritos entre los diversos sectores de la vida de un país; también su búsqueda exige un entendimiento básico entre aspirantes–. Se añade una deliberada deformación de la realidad –lo que llamamos posverdad o el predominio de lo emocional sobre el referente objetivo–, aquello que manipula percepciones y convicciones arraigadas, con la finalidad de conmover a la opinión pública y procurar actitudes favorables a una determinada postura o cambio de rumbo. Es comúnmente el despliegue de halagos populistas y de milagrosas promesas que de suyo exaltan ambiciones personalistas, dejando a un lado los valores, aspiraciones e intereses de la gente común.

La confrontación estéril y el partidismo excluyente de todo pensamiento alternativo, no se corresponden con los verdaderos fines de la política como actividad que pretende organizar el espacio público compartido por ciudadanos iguales ante la ley –la esfera colectiva de las democracias liberales de Occidente–. La opinión pública se convierte en factor decisivo para la sociedad democrática que valora los sentimientos y opiniones libremente expresadas por los ciudadanos. El espíritu público de los actores políticos no es menos que una virtud cívica traducida en el buen ejemplo que se imparte a los naturales, siempre en resguardo de sus derechos y en apego a las normas de la sana convivencia –nada que ver con el sometimiento servil y halagador del absolutismo que proponen los populistas–. Al fin y al cabo, el comportamiento opositor civilizado deviene en muestra de nacionalismo reflexivo que advierte y enfrenta los excesos de cualquier régimen donde haya equilibrio entre los poderes públicos, así como autonomía de la voluntad en los diversos ámbitos de la vida en sociedad y, naturalmente, libertad de elegir.

En la Venezuela de nuestros días aciagos, la posverdad se viene divulgando a través de los medios bajo el control del Estado, también de las redes sociales –probablemente a partir de informaciones originadas en grupos afectos al régimen–, resaltando circunstancias y eventos no comprobados y sobre los cuales resultan más influyentes los sentimientos a veces inducidos con señalada maldad, que los hechos en sí mismos. Se intenta mayormente desacreditar a los líderes opositores y a sus agrupaciones –el régimen es el primero que se desacredita a sí mismo–, acusándolos de suscribir acuerdos inconfesables o de incurrir en prácticas viciosas sobre las cuales, las más de las veces, no aparecen las pruebas. En ocasiones e inexplicablemente, los mismos voceros de la oposición política retransmiten esas denuncias o fijan posición acaso impregnada de envidias y revanchismos para con los supuestos implicados. Habrá igualmente abundante desinformación e intervención de intereses creados que impiden alcanzar la verdad. Quede claro que no estamos restando importancia al papel que deben cumplir las redes sociales, menos aún pretendemos descartar posibles responsabilidades de cualquiera de los implicados, entre otras cosas por aquello de que cuando se escucha un rumor acerca de algo o de alguien, es frecuente encontrar razones de peso.

El hecho es que se inician procedimientos no pocas veces de manera tendenciosa y que usualmente no terminan en nada concreto –también es cierto que en ocasiones se producen oscuros arreglos entre infractores–. El régimen ha sido contumaz en la acusación temeraria e insostenible a numerosos factores que se le oponen. Alguien llevaba razón al decir en días recientes, que no hay argumento más elemental para destruir la buena reputación de una persona, que denunciarla por corrupción –aún cuando el doliente obtenga la prueba en contrario, el daño queda–. Incluso habiendo sólidos indicios, no siempre el enojo de colegas opositores lleva implícito el sentido de integridad o el propósito de redención. Esto último vale para las reacciones de líderes opositores en perjuicio de compañeros de grupo –naturalmente, salvo honrosas excepciones–, algo que solo puede favorecer al régimen. Son los achaques de la política que nos envuelve como nación.

Dicho lo anterior, ¿será posible en términos realistas construir consensos para hacerle frente a las pretensiones continuistas del régimen? ¿Qué otra cosa debe sobrevenir a los actores políticos que no terminan de comprender la necesidad de las alianzas y convenios? En lo inmediato, se trata nada más y nada menos que de consensos que le devuelvan la paz y viabilidad al país, que hagan posible la convivencia entre factores disímiles, que acepten y garanticen la decisión de la mayoría expresada libremente en elecciones verificables. Levantar al país es la propuesta de uno de los líderes opositores del momento, con el propósito de exigir condiciones electorales apropiadas para los comicios regionales del próximo mes de noviembre; insiste en incluir a todos los partidos y a sus líderes. ¿Participarán las mayorías incrédulas, desprovistas de entusiasmo ante tanta conflictividad no solo con respecto al régimen, sino además en el mismo terreno opositor? Se sostiene que ni el régimen ni la oposición son capaces a estas alturas de movilizar masivamente al electorado.

Entendamos que la presencia del régimen en las negociaciones que han tenido lugar en México trasluce una debilidad manifiesta en sus bases de sustentación –los regímenes de fuerza en su plenitud, no se sientan a negociar contra su voluntad–. El solo control de la violencia no garantiza la estabilidad que exige un gobierno en circunstancias difíciles desde los puntos de vista social, económico y político, a los cuales se añaden las inmensas carencias institucionales que nos agobian como país extraviado en una crisis sin precedentes. Es sin duda la mejor circunstancia para validar esos consensos que necesariamente deben involucrar al chavismo –la tolerancia entre actitudes cordiales aún bajo el empaque de ideologías opuestas emerge como aprendizaje después del trauma que hemos vivido como nación exangüe–. ¿Acaso los denunciantes aventurados que nada constructivo proponen, los quejumbrosos y achacosos de todos los días, los que se autoexcluyen sin razones válidas, ocultan algún acuerdo sombrío con los poderes del mal? Son los despliegues de la antipolítica que todavía campea en estos predios de dolor y de hambre que no espera hartera.


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