No es un secreto que la realización de elecciones realmente competitivas es el principio básico y más elemental de la democracia, no importa en qué contexto político del planeta. Su nivel de confiabilidad al igual que las expectativas de acceder al poder están marcadas por la calidad de cada democracia, aun si unos quieren ganar para desarrollar un proyecto altruista, otros para aprovecharse del poder, otros para ambas cosas.

Así fue en Venezuela en los 40 años del período democrático durante los cuales hubo elecciones libres y en los cuales los partidos AD y Copei se alternaron en el poder por ser los partidos mayoritarios. Tan es así que en las elecciones de 1998 se reconoció el triunfo de  Hugo Chávez, aun cuando ya se perfilaba el peligro que representaba para el sistema  democrático. No pocas veces  en sus discursos electorales, como parte de una estrategia atrapavotos, solía poner en cuestión la “democracia burguesa misma”, cosa que pasaron por alto distintos sectores de la sociedad venezolana, incluidos dueños de medios y algunos intelectuales.

Una vez Chávez en el poder, mostradas todas sus inescrupulosas y destructivas intenciones, su reemplazamiento se convirtió en una  urgencia para evitar el avance de su nefasto proyecto de destrucción de la institucionalidad y la economía: Su forma arbitraria  de ejercer la presidencia acaparando y controlando los distintos poderes. Se intentaron distintas vías, algunas desesperadas como el golpe de Estado de abril de 2002 y la huelga petrolera de 2003 que lo entronizaron más en el poder. Por la vía electoral tampoco se logró, porque más allá del ventajismo y las trampas aceptadas por un CNE parcializado, Chávez tenía un enorme carisma alimentado por unos desproporcionados ingresos petroleros que le permitieron poner en práctica un rentismo y un clientelismo, una ineptitud e incultura escandalosos y una corrupción sin precedentes.

La coincidencia de la muerte de Chávez  con la merma de los recursos petroleros sumergió al país en una crisis sin precedentes. El castillo de arena se fue desmoronando, explotó en grande la paulatina destrucción de Pdvsa y la crisis de todos los servicios públicos atropelló el funcionamiento básico del país. La gasolina pasó de ser regalada y abundante a costosa y escasa. Desapareció el salario. La crisis de salud y educativa ha alcanzado niveles sin precedentes. 94%  de pobreza y más de 70% de pobreza extrema son las cifras de la última encuesta Encovi, que hablan por sí solas de la razón por la cual cerca de 6 millones de venezolanos han migrado en las peores condiciones porque encuentran que están mejor que en Venezuela, cuya devastación -tal como se ha repetido una y mil veces- solo es comparable con la vivida en países que han pasado por una cruenta guerra.

Esta crisis vino de la mano con el incremento del autoritarismo, como única forma de la permanencia indefinida en el poder, no solo saltándose todas las convenciones mínimas de la democracia, lo que comenzó con el desconocimiento de la Asamblea Nacional electa por mayoría abrumadora en 2015, también incrementando el dominio sobre todos los poderes públicos, sino también aumentando la represión de los medios y de las protestas. El número de exiliados y presos políticos y la práctica de la tortura a unos niveles espeluznantes, recogidos en los informes de la oficina del alto comisionado de los Derechos Humanos de la ONU, se hicieron  políticas sistemáticas de Estado..

Hay consenso tanto de organizaciones como de expertos nacionales e internacionales en que la única forma de superar esta crisis es con un cambio de régimen y de modelo. Las distintas estrategias exploradas para ello han fracasado. Maduro reelecto en unas elecciones descaradamente fraudulentas no parece dispuesto a abandonar el poder.

Tardíamente se logró consenso en la dirigencia de las filas opositoras de volver a la arena electoral y participar en las elecciones regionales como una forma no solo de conquistar algunos espacios sino de movilizar a los ciudadanos en un ejercicio democrático y sacarlos de su inercia y desesperanza.

Pero justo en este momento en que deberían estar tejiendo estrategias y puliendo la maquinaria electoral para la defensa del voto en condiciones que sabemos no son ni serán las deseables, se ha manifestado una guerra fratricida: Imposición burocrática y sectaria de candidatos o, por el contrario, apetencias sin fundamento que se rebelan contra la dirigencia. Agreguemos acusaciones de abuso de poder de la oposición y el mal manejo de sus recursos, hechas por dirigentes opositores mismos.

No dudo en  afirmar que en este momento más pernicioso que la parcialidad y los vicios que se puedan generar por parte del organismo electoral es esa conducta opositora que parece augurar el peor de los resultados, además de la horfandad de quienes hemos puesto las esperanzas en esta élite política para la reconstrucción del país.

Maduro y sus compinches están de fiesta.


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