El mitólogo Joseph Campbell insistió en más de una ocasión que el hombre viene contándose las mismas historias desde el principio de los tiempos. Y tenía razón: durante toda su historia, Star Wars reflejó el tradicional camino del héroe desde la perspectiva de cierta visión tradicional. Luke Skywalker representaba no sólo al hombre que luchaba por reconstruir su pasado — y su historia personal — sino al símbolo de la esperanza. George Lucas asumió el monomito de Campbell desde la percepción ideal de la alegoría sobre el bien y el mal. El joven Jedi atraviesa el mapa de su vida en busca de significado y también, como una mirada profunda y en ocasiones conmovedora sobre el poder de la voluntad en busca del bien común. Al final, la saga Stars Wars se erige como una reinvención mitológica de un curioso peso argumental: sus personajes responden al arquetipo clásico y lo hacen, desde un punto de vista profundamente emocional. La Space Opera como escenario de un recorrido intelectual y sensorial a través de una narración que tiene su evidente origen en el antiquísimo hábito de contar historia. Como si se tratara de una nueva comprensión sobre los alcances de la narración como vínculo espiritual, Star Wars se ha convertido no sólo en parte de la cultura pop, sino en una comprensión profunda sobre una inocente versión de lo moral.

La magia de Star Wars — como historia y propuesta — es sencilla y casi rudimentaria. Un héroe que atraviesa un trayecto lleno de dificultades para reivindicarse en la raíz misma del bien y del mal. Nadie podría decir que se trate de una historia original y es que tal vez, eso es lo menos importante. Porque George Lucas no descubrió una nueva forma de contar leyendas y grandes aventuras, sino que construyó una manera muy original de comprenderlas. Tomó fragmentos de cientos de pequeños recuerdos universales y los mezcló para sostener una visión extraordinaria e ingenua sobre el poder, la religión, la creencia, el amor y la lealtad. Lucas no inventó nada nuevo ni tampoco intentó hacerlo: el triunfo de su creación reside en recurrir a esa frontera inocente donde todos creemos las mismas cosas y asumimos la realidad con simplicidad. Un cuento de hadas que todos reconocemos tarde o temprano. Ya sea en un bosque encantado acechado por criaturas peligrosas o en una galaxia poblada por monstruos y caballeros con extrañas capacidades mentales, lo que se cuenta parece superar lo evidente. Star Wars encarnó la vieja historia contada alrededor del fuego en familia, de la que se lee al dormir y se convirtió en algo más. En una referencia inmediata y trascendental de lo que se narra como parte de la cultura, de la identidad que todos compartimos.

Desde el principio  —allá por los primeros años de la década de los setenta —  George Lucas se tomó muy en serio su creación y algo de esa contundencia se adivina en parte de su tono y propuesta. Tanto, como para crear un universo coherente con sus propias y precisas reglas: hubo un tiempo que Lucas pagó de su propio bolsillo a un hombre para que memorizara todos los datos relevantes de su trilogía. Una especie de guardián que sabía, por ejemplo, la distancia exacta entre los planetas Hoth y Dagobah, cuál era la genealogía de la familia Skywalker y la velocidad que — en teoría — podría alcanzar la X Wing de Luke. Pero también, era el responsable que el mundo creado por Lucas fuera tan real como para convencer, para construir toda una percepción creíble sobre su coherencia. Para Lucas, obsesionado desde antes de escribir la primera escena de cualquiera de sus películas con la trascendencia y el poder de contar, era de capital importancia ese rastro de realidad, de sustancia y de vida que debían llenar a sus historias.

Una anécdota que parece recordar el hecho que Star Wars, es anterior a Internet, a la repercusión del merchandising relacionado con las películas, incluso anterior al humilde Betamax y toda su influencia en la cultura popular. El mundo creado por George Lucas se basa en las infinitas ideas que parecen unir la emoción con la cienciaficción para renovar el género, para dar un empujón definitivo al pesimismo cinematográfico que una larga posguerra y el posterior conflicto de Vietnam habían convertido en una distopía recurrente. La fantasía se había impregnado de cierta tristeza recurrente, de un elocuente sermón sobre los peligros el poder y sobre todo, los temores de a la ambición humana. Lucas tomó todo eso y lo entrecruzó con todo tipo de mitos recurrentes para finalmente, otorgarle un lustre dinámico y brillante. Lo situó en pleno corazón de la ciencia ficción e inventó todo un nuevo lustre para esa fantasía basada en el Universo que comenzaba a descubrirse y sus promesas. Después de todo, la primera fotografía de la Tierra desde el espacio profundo se tomó en diciembre de 1968 y mostró a nuestro planeta más allá de la poesía y la religión. Una imagen de una solitaria bola color azul flotando en la inmensidad solitaria de un universo inexplorado. George Lucas tomó esa nueva conciencia  —esa noción de nuestra fragilidad y vulnerabilidad — y cimentó una perspectiva asombrada sobre culturas imposibles y criaturas amenazantes, pero tan parecidas a cualquiera de nosotros, como para resultar conmovedoras y reconocibles. Y así, Lucas renovó la ciencia ficción no para las grandes reflexiones sobre los dolores humanos, sino para la esperanza, las pequeñas puertas abiertas y cerradas de nuestra imaginación.

En el universo de Lucas, nada es perfecto: Luke Skywalker era bajito, torpe y constantemente parecía sorprendido con lo que se iba tropezando a su alrededor. Tal como el espectador que lo seguía, descubría a poco un mundo extraordinario, un universo expandido que Lucas elaboró a la medida para reflejar una nueva mitología. Sin llegar al revisionismo — o no de inmediato, hay un poco de eso en el Retorno del Jedi  —Lucas elabora toda una propuesta sobre lo recién nacido en el arte de narrar. Todo es nuevo, en esta miríada donde las criaturas más extrañas conviven en un extraño equilibrio con hombres y mujeres de aspecto corriente. Y más allá de eso, coexiste un cierto equilibrio conceptual. Star Wars como un mito por sí mismo. O, mejor dicho, una herencia histórica de lo que un mito podría ser.

El éxito de Star Wars — como mitología moderna y obra cinematográfica — tomó por sorpresa a Hollywood y lo transformó. El tradicional viaje del héroe saltó de la literatura tradicional y se convirtió en la película preferida. Los guiones parecieron amoldarse al monomito, buscar esa elegancia trascendental que convirtió a la trilogía original en un éxito perdurable y sepultó en la indiferencia a la segunda. Una y otra vez, el fenómeno Star Wars se reinventó para conseguir siempre sostenerse sobre una propuesta fresca. No parecía haber límite en esa capacidad de la historia para decir lo mismo en cientos de maneras nuevas. Con toda probabilidad ese fue el motivo que luego del viaje a la luz de Luke, fuera necesario contar el trayecto a la oscuridad. Entre uno y otro, la brecha se hizo más profunda y la idea, más elemental. Había mucho que decir sobre una galaxia muy, muy lejana.

Star Wars siempre está allí. Esta vez, quizás consciente de que el monomito ya resulta caduco — se le llama patriarcal y eurocéntrico — y busca un nuevo replanteamiento. Por ese motivo, el rostro de una mujer joven parece sustituir a Luke y una batalla de sables de luz roja con el viejo caballero Jedi a la saga, a la batalla entre el bien y el mal. No obstante, de nuevo el viejo cuento de hadas se encarna en una lucha más allá de las estrellas y su planteamiento parece ser de nuevo, tan original como la primera vez que se proyectó en pantalla.


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