Lima protesta Perú
EFE

El diciembre pasado el entonces presidente de Perú, Pedro Castillo, intentó dar un autogolpe, anunciando que cerraría el Congreso y disolvería el Poder Judicial. La respuesta de las instituciones fue inmediata. En cuestión de horas Castillo fue destituido, detenido y reemplazado por la vicepresidenta, Dina Boluarte —todo dentro del marco de la Constitución. Los contrapesos del poder funcionaron eficientemente.

Pero el autogolpe detonó el caos. La caída de Castillo hizo que muchos de sus seguidores salieran a las calles a pedir su restitución. Y estas protestas, que comenzaron en el sur, se expandieron como pólvora al resto del país, en parte por la reacción desproporcionada de las autoridades para reprimirlas. En pocas semanas las condenas al golpe de Castillo fueron desplazadas por condenas a Boluarte por liderar la represión a las protestas. Fuera de Perú los gobiernos de varios países —incluyendo Argentina, Bolivia, Chile, Colombia y México— se solidarizaron con Castillo. El victimario se convirtió en víctima.

Muchos analistas han dicho que el estallido es una manifestación del resentimiento de las poblaciones indígenas y rurales que, durante siglos, han sido víctimas de la discriminación y exclusión. Y sin duda esto puede ser un factor. Pero esta explicación se puede solapar con otra que explica no solo la situación en Perú sino la tensión social a lo largo y ancho de la región: los últimos años han sido particularmente duros para una población que no hace mucho había alcanzado estatus de clase media.

Perú es un caso peculiar en América Latina. Desde el 2000 la economía se ha duplicado en tamaño, con una tasa anual de crecimiento del 4,4% en promedio —más alta que la de cualquier otro país suramericano. Entre 2000 y 2014 la pobreza disminuyó más de 30% y el ingreso por cabeza aumentó en un media anual de 3%.

Es verdad que las zonas rurales y pobres no se han beneficiado tanto del crecimiento como los centros urbanos. También es cierto que en Perú sigue habiendo una larga lista de problemas que incluyen la corrupción, la informalidad laboral, el narcotráfico, la minería ilegal, el racismo y la baja calidad o inexistencia de los servicios públicos. Pero eso no debe hacernos olvidar que en las últimas décadas el país ha tenido un desempeño económico estelar cuando se le compara con otros países de la región. Y, hasta el año de la pandemia, también tuvo uno de los saltos hacia adelante más impresionantes en la lucha contra la pobreza.

¿Por qué entonces hay tanto descontento en el país, como lo demuestran ahora las protestas? Una razón es que se puede mejorar y seguir estando mal. Así haya habido avances, queda mucho por hacer para que el progreso se traduzca en una población más satisfecha. Los habitantes de Puno, por ejemplo, están hoy considerablemente mejor que hace quince años. El ingreso por cabeza ha crecido mucho más que en el resto de Perú. Pero este departamento del sur, donde han ocurrido las protestas más violentas, sigue siendo uno de los más pobres del país.

Otra explicación al descontento no solo aplica a Perú sino al resto de América Latina. A principios del milenio la demanda global —sobre todo de China— por las materias primas de la región llevó a una década de extraordinario crecimiento económico y progreso social. Millones de latinoamericanos salieron de la pobreza y ascendieron a la clase media.

Pero cuando se acabó el boom en 2013 las economías de la región se estancaron y la nueva (y frágil) clase media entró en crisis. En 2019, después de varios años de muy bajo crecimiento, estalló una ola de protestas en muchos países, incluyendo Perú. Un año después la pandemia, que causó la peor recesión que ha padecido América Latina en dos siglos, agravó buena parte de los problemas que provocaron las protestas.

A diferencia de muchos países de la región, la economía de Perú siguió creciendo después del boom, aunque a tasas más bajas. Pero a partir de 2016 una mezcla de escándalos de corrupción y guerras a muerte entre los poderes Legislativo y Ejecutivo —cada uno con suficiente poder para provocar caos institucional— han convertido al país en un modelo de inestabilidad y disfuncionalidad política. En los últimos cinco años Perú ha tenido seis presidentes, tres de los cuales —como Castillo— han sido destituidos.

A esta inestabilidad política se sumó el golpe casi letal del COVID-19. Perú tuvo la mayor tasa de fallecimientos per cápita del mundo durante la pandemia. Como en el resto del mundo, el virus hizo que la economía peruana colapsara y la pobreza aumentó dramáticamente. Desde entonces el país se ha recuperado, pero el año pasado fue el primero desde 2010 que Perú no lideró a la región en crecimiento.

En Perú hay una tensa coexistencia entre la realidad política y los indicadores económicos. El desempeño de la economía ha sido relativamente bueno a pesar del circo político. Pero ahora hay cada vez más señales de que las protestas están impactando la economía. Y si la situación política ha sido inestable cuando el país está creciendo, no es difícil imaginar qué pasaría si se descarrila la economía. La democracia peruana podría colapsar.

@alejandrotarre


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