Hace dos o tres días me impresionó ver una canción interpretada por un coro de más de una decena de grandes cantantes de distintas épocas, cada cual con su propia voz y que, por lo que alcanzo a saber desde mi precaria información musical, nunca la incluyeron en su repertorio. Pero desafortunadamente también me han sorprendido, por supuesto, una cantidad de videos referidos a la economía, la política, la cultura, la religión, y paremos de contar.

Con la IA hemos topado los terricolas

Sus avances nos han colocado ante una discusión de enorme importancia, visto el significado que puede tener (y está teniendo), para la vida humana, al afectar el manejo de conceptos como realidad, ficción, espacio o tiempo. Junto a otro conjunto de tecnologías, le ha abierto la puerta a una nueva época, bordada por una excepcional incertidumbre.

En términos generales la IA refiere a la resolución de problemas mediante el uso de programas de computación que imitan el funcionamiento de la inteligencia natural.  Explicado de otra manera, se trata de un software, que se basa en algoritmos, en datos y en el análisis estadístico de esos datos, cuya expresión es una máquina o un artefacto que cuenta la capacidad de ser inteligente, dando un gran paso gracias a los grandes modelos lingüísticos, afectando, según algunos estudiosos de la cuestión, la percepción de la condición que nos identifica como humanos, mostrando la necesidad de estudiar las consecuencias y las implicaciones éticas que trae consigo.

En diversos estudios que tuve la oportunidad de leer se establecen los riesgos y perjuicios asociados a estas tecnologías, tales como la amplificación de los conflictos y la violencia tanto en línea como fuera de línea, la generación y difusión de desinformación a gran escala, la discriminación generalizada por motivos de género, raza, etnia o religión, la posibilidad de ciberataques o fraudes, la violación de la privacidad, la alteración de los mecanismos existentes para la protección de los derechos de propiedad intelectual y la erosión de normas y valores democráticos. Lo anterior continúa en un largo etcétera que obliga a detenernos para ver hacia dónde vamos y otear un futuro que va dejando en el aire cada vez más preguntas y dudas que nos comprometen como sociedad y como individuos.

¿Precaución o prisa?

No son pocos los expertos tienen un discurso absolutamente negativo sobre la IA, alertando, sobre todo, pero no exclusivamente, la destrucción de puestos de trabajo y aludiendo, incluso, a la “posibilidad de que esta tecnología cobre consciencia y se rebele.”

Por otra parte, desde el Silicon Valley, sopla la idea de que la tecnología debe avanzar con la mayor celeridad posible, sin regulación o restricciones que la detengan, bajo la prédica de que representa la solución a todos los problemas del mundo actual. Hay, por el contrario, quienes sostienen que la evolución de las innovaciones debe ser objeto de regulaciones jurídicas, redactadas desde la ética.

Así las cosas, lo que está sobre la mesa es la escogencia entre dos “modelos de desarrollo tecnológico”. La disputa involucra de un lado a los millonarios (Elon Musk, Sam Altman, Bill Gates y compañía), que hoy en día controlan los sistemas de IA de última generación, y actúan como ofuscados por el crecimiento de sus tecnologías a como dé lugar. Le dan la espalda a los numerosos y graves problemas que atraviesan el planeta, asomando lo que se ha definido como una “crisis civilizatoria”, dentro de la que emerge la decadencia del capitalismo como modelo económico.

Quien debe tener la brújula

Además de los “negativistas” y de los “aceleracionistas”, de acuerdo como han sido identificados a menudo, hay una tercera posición que, con razones bien fundamentadas, propone la regulación de los cambios en el campo de la IA, alimentando varias iniciativas orientadas hacia objetivo.

En efecto, no hace mucho tiempo, la prensa internacional informó que Estados Unidos, China, India y algunos países de la Unión Europea, como Francia, Alemania y España, se encontraban entre los 29 firmantes de un texto evaluado como “especialmente urgente”, dedicado a analizar los riesgos que presenta la nueva tecnología y estableciendo que su avance se mantuviera bajo «una supervisión humana adecuada”.

En similar dirección, a finales del año pasado el alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Volker Türk, argumentaba que “la responsabilidad es demasiado alta e importante para ser transferida a quienes precisamente controlan el desarrollo tecnológico y su mercado”.  A la vez señalaba que la IA integra los derechos humanos en todo su ciclo de vida, advirtiendo que los mismos “se incorporan en la recopilación y selección de datos, así como en el diseño, desarrollo, implantación y uso de los modelos, instrumentos y servicios resultantes”.

Por su parte, la Unesco propuso una normativa global, mediante la “Recomendación sobre la Ética de la IA” y el mes pasado organizó el segundo Foro Mundial sobre la Ética de la Inteligencia Artificial: Cambiando el Panorama de la Gobernanza de la IA.

Es palpable la gran preocupación que se ha desatado, lo cual es ciertamente una muy buena noticia. Preocupa, sin embargo, si se llevarán a la práctica las ideas y los proyectos correspondientes, vista la debilidad de las instituciones y mecanismos encargados de la gobernabilidad global (y de procurar, añadiría, la sensatez entre los terrícolas).

Conclusión ¿por ahora?

En el debate reseñado en las líneas precedentes se juega, y no es desmesura advertirlo, el porvenir de la sociedad humana. Así las cosas, parece lógico deducir que requerimos de una brújula que encamine el desenvolvimiento de la IA en función de la ética. En otras palabras, que se dejen los apuros y se vele por la bien de la Casa Común.


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