RAÚL

Es una realidad incuestionable la deriva hacía un social-comunismo populista que sufre el partido socialista desde la presidencia de Rodríguez Zapatero, superada –contra todo pronóstico– por su sucesor Sánchez Castejón que reproduce el comportamiento de sus antepasados de la II República en los que parece inspirarse. Ya se incoaron con el liderazgo socialista graves síntomas antisistema con el «enfrentamiento violento», como modus operandi, desde los días previos a las elecciones (las llamadas jornadas del 11-14 M). Para continuar con la inmediata ruptura unilateral del Pacto por la Libertades y Contra el Terrorismo, que desembocó en la rocambolesca y chapucera relegalización de ETA y sus secuaces amigos, que provocó una profunda ruptura ciudadana porque España entera estaba orgullosa y se sentía deudora del comportamiento de las víctimas del terrorismo etarra que delegaron heroicamente en el Estado de Derecho la aplicación de la ley, renunciando a tomarse la justicia por su mano. Por cierto, este comportamiento demostró una madurez democrática excepcional, que no ha ocurrido en ningún otro país que haya sufrido el cáncer del terrorismo. Luego vino la «ley de Memoria Histórica» solo superada en su mendacidad y mala intención por la reciente ley de «Memoria Democrática», a la que Bildu le ha dado el «toque final», para mayor ignominia.

Zapatero con frecuencia mencionaba, ante el asombro o desconcierto de casi todos, la necesidad de una «segunda» Transición, como si la «Transición a la Democracia» no hubiera sido suficiente después de una fratricida guerra civil (provocada por los abusos de la II República, dicho sea de paso) y de cuarenta años de Dictadura en la que hubo una Amnistía total, que incluía a ETA y se legalizó al Partido Comunista, que accedió a aceptar la Monarquía constitucional y las reglas del juego democrático. Atrás, muy atrás, parecía entonces quedar aquella declaración de principios de Pablo Iglesias senior, presidente del PSOE, en las que, tras amenazar de muerte al candidato a la presidencia, Antonio Maura, afirmaba rotundamente: «estaremos en la legalidad mientras ésta nos permita adquirir lo que necesitamos y fuera de la legalidad cuando no nos permita realizar nuestras aspiraciones». Con estos mimbres y otros de similar calaña se dio paso a una guerra civil y a los mencionados cuarenta años de «dictadura», que nadie, ni el mismísimo Franco negó, cosa bien distinta a la actitud de los totalitarios de nuestro tiempo que presumen de demócratas.

La realidad es que a pesar de los pesares y con el establecimiento de una amplísima clase media, que tan larga dictadura había propiciado (las cosas como son), nuestros directos antepasados estaban preparados para construir una sociedad en concordia, basada en un pacto de hermanos, que eso y no otra cosa fue la Constitución de 1978, en la que los vencedores cedieron mucho más que los vencidos, como solía recordar nuestro inolvidable amigo y magistral historiador, Fernando García de Cortázar. Así, se forjó la cultura de la Transición a la democracia en España, con el cimiento del dolor y la generosidad de quienes nos precedieron, conocedores de que ningún desacuerdo vale la pena tanto como para enemistarnos, odiarnos, enfrentarnos, perder la solidaridad y el respeto mutuo. Mas aún, cuando nuestras más profundas raíces nos llevan a un sólido sentido de la alteridad, no se sabe por qué circuitos neuronales, pero una historia secular lo demuestra. Hermandad, solidaridad, discrepar en concordia e incluso con sentido del humor, grandes gestas juntos, porque la unión hace la fuerza, y ese querer vivir «bonito» que dirían cantando los del otro lado del Atlántico: «… y jugar y jugar, sin tener que morir o matar». Por eso, derrotar al «sanchismo» pasa por rescatar la cultura de la Transición.

Esta epopeya ejemplar, que tantos millones de españoles hemos recibido como el mejor patrimonio de nuestros padres, abuelos o bisabuelos sólo se ha visto oscurecida por la actividad terrorista de ETA, permanentemente arropada por el protector manto del nacionalismo vasco. La punta de lanza que los terroristas mantenían era el argumento más convincente para lograr la inacabable lista de exigencias que invariablemente lograba el nacionalismo vasco y al rebufo el catalán. La deslealtad de los nacionalismos vasco y catalán, con la mentira como herramienta que tiene las patas cortas pero una enorme capacidad de contaminar todo legítimo arraigo regional a la «patria chica», ha sido el caldo de cultivo para que un socialismo, convertido al nacionalismo en principio, y a la postre a sus antepasados social-comunistas que de democracia nunca han entendido.

Sánchez se preguntaba qué quieren decir con eso de «derrotar al sanchismo» y Feijóo se lo explicó didácticamente y coreado por los asistentes al mitin, pero se quedó corto. En realidad, presidente Sánchez, lo que queremos los ciudadanos normales (los que trabajamos todos los días y pagamos impuestos, confiscatorios, por cierto) no es derrotar es «erradicar» el sanchismo, que probablemente terminará haciendo la campaña a Gustavo Petro, en lugar de a Nicolás Maduro, comunistas que hunden en la miseria a nuestros países hermanos de Hispanoamérica. Tiempo al tiempo.

Inma Castilla de Cortázar es Catedrática de Fisiología Médica y Metabolismo. Vicepresidente de la Fundación Foro Libertad y Alternativa (L&A).

Artículo publicado en el diario La Razón de España


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