Hace una semana, en estas mismas páginas, se ha querido crear una falsa controversia entre derechos y deberes, observando que unos y otros se encuentran “inseparablemente unidos”, y que, “si cada quien cumpliera con sus deberes, no haría falta invocar derechos”. El título de esa columna, “Mucho derecho, poco deber”, es, por sí solo, especialmente sugerente. Aceptando la invitación de dicho articulista a reflexionar sobre la materia, respetuosamente, me permito discrepar sobre lo que allí se insinúa.

Es obvio que el articulista no está aludiendo a los derechos que tiene el inquilino respecto del arrendador, el vendedor respecto del comprador, o los miembros de un club deportivo o una junta de vecinos respeto a la institución de la que forman parte; desde luego, en tales casos, se trata de derechos que surgen en una relación entre iguales, y en la que cada uno da algo a cambio de algo. Pero, en el contexto del artículo que comentamos, la expresión “derechos” se utiliza como sinónimo de derechos civiles y políticos que, por su naturaleza, son el alma de un Estado democrático, y no son negociables.

Históricamente, en la teoría y en la práctica, la relación de los individuos con la autoridad, se ha manejado siguiendo distintos patrones. El marxismo y el fascismo han negado que los individuos como tales sean titulares de derechos frente al Estado. En las leyes de Licurgo, al igual que en el Estado ideal de Platón, o en el pensamiento político de Aristóteles (que entendía que había hombres que nacían para mandar y otros que nacían para obedecer), se miró con desdén los derechos del individuo frente al Estado. Maquiavelo, con la obsesión del poder, al igual que Richelieu, con “la razón de Estado”, o Hobbes, con el Estado que todo lo puede, dieron predominio a la autoridad sobre la libertad. Por el contrario, Weber, con su idea del monopolio de la violencia legítima, intentó un compromiso entre la autoridad y la libertad. Pero es con la ilustración que comenzó a ponerse de relieve la primacía de la libertad frente a la autoridad; eso es algo que le debemos a Locke, a Rousseau y, muy especialmente, a Kant. Mientras algunos de estos modelos se han quedado en la pura teoría, otros forman parte de la historia más siniestra y más trágica de la humanidad; en algunos casos, se trata de historia reciente, como atestiguan el stalinismo, el nazismo, y el macartismo, que parece estar poniéndose de moda nuevamente.

Costó muchas vidas conquistar nuestra libertad y lograr el reconocimiento de un catálogo de derechos individuales que, por ser fundamentales, ningún Estado civilizado puede avasallar. Pero no es extraño que todavía haya quienes, ingenuamente o tratando de llevar el agua a los molinos de algún tirano, quieran mezclar derechos y deberes, subordinando el ejercicio de los primeros al cumplimiento de los segundos. Ese ha sido uno de los pretextos de Maduro: Mientras no cumplamos nuestros deberes con la patria (en la forma en que él los entiende), no tenemos derecho a un empleo público, a un pasaporte, o a una caja de comida.

Convengamos en que el combate a la pederastia no es sólo un compromiso moral, sino un deber legal. Qué duda cabe que todos tenemos deberes -morales, políticos, y legales-, con la comunidad de la que formamos parte, con nuestras familias, con las personas con quienes nos relacionamos, e incluso con la humanidad. Pero, si hay algo que enseña la historia, es que no podemos poner en un mismo plano nuestros derechos como ciudadanos y los deberes que, también como ciudadanos, nos puedan corresponder.

No olvidemos que los derechos civiles y políticos surgen en la muy desigual relación del individuo con quien tiene la autoridad y el poder del aparato del Estado. Ese monstruo, que casi todo lo puede, es el que decide cuáles son nuestros deberes, a qué dioses debemos adorar, cómo demostrar nuestro amor por nuestros líderes (a veces eternos), cómo ser buenos patriotas o “buenos revolucionarios”, y cómo dar fe de nuestro compromiso con la patria. Ese tipo de sociedad será aceptable para los seguidores de Torquemada, Stalin, o Mussolini; pero no para nosotros. A quienes entraban al campo de concentración de Auschwitz, los nazis les prometían que “el trabajo os hará libres”; pero nuestros derechos no son una mercancía para intercambiar por un deber que, por las razones que sea, no estamos en capacidad de cumplir, o cuyo acatamiento nos resulta moral o políticamente inaceptable. El incumplimiento de un deber legal tendrá su precio, y habrá que pagarlo; pero nunca a costa de nuestros derechos.

El reconocimiento de nuestros derechos civiles y políticos es una forma de poner freno al ejercicio arbitrario del poder público. Sería terrible que, después de la ilustración y de las revoluciones libertarias, con el pretexto de deberes no cumplidos, fuéramos a retroceder a épocas que ya creíamos superadas. No nos equivoquemos, y no manipulemos el nombre de Gandhi, uno de los iconos en la lucha por los derechos humanos, que no vaciló en desobedecer la ley para lograr el reconocimiento de nuestros derechos civiles y políticos.

En una sociedad democrática, nadie entendería que el derecho a la vida, el derecho a no ser torturado, o la libertad de expresión, estuvieran sujetos al cumplimiento previo de nuestros deberes. Sugerir que, si no pagamos nuestros impuestos, o si no cumplimos con el servicio militar, perdemos el derecho a disfrutar de las garantías constitucionales y de los derechos humanos, es -como diría Jeremy Bentham- un absurdo montado sobre zancos. Nuestros derechos frente al Estado no están en el mismo plano que los deberes que, eventualmente, podamos tener como ciudadanos; un ciudadano no tiene ni las armas ni el poder con que cuenta quien maneja la maquinaria gubernamental y, por eso, requiere la garantía de que, bajo ninguna circunstancia, el Estado pisoteará sus derechos fundamentales. No echemos a andar hacia atrás el reloj de la historia. Para quienes han dedicado su vida a la defensa de los derechos humanos, sería terrible que, después de haber nadado tanto, viniéramos a morir en la playa.

 


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