En Estocolmo se produce otra reunión para que Estados soberanos decidan acerca del porvenir de Venezuela, en la cual la fragmentación y el desacuerdo de la oposición parecen constituir el obstáculo de mayor relevancia para la superación de la peor crisis estructural nunca vivida por el país: el ulterior deterioro de las condiciones económicas y existenciales no produce un cambio de la gerencia y del sistema político que conduzca hacia el camino de una verdadera democracia debido a la disparidad impuesta por la posesión y uso de las armas del régimen dictatorial.

El realismo crítico, por otro aspecto, registra las ambiciones viejas y nuevas, personales y de grupos y grupitos, que rebasan de lo ideológico a lo político, en la búsqueda de detención de poder residual, de riqueza más o menos ilícita, que repiten errores de enfoques estratégicos y tácticos de la cuarta república y que facilitan la permanencia del régimen castro comunista bolivariano prolongando en el tiempo el sufrimiento y tal vez la agonía de los ciudadanos cuya única responsabilidad es tener la esperanza que el cambio se pueda producir con el menor sufrimiento posible. Pero la pretensión de satisfacer dichas ambiciones se maquilla detrás del estatus de necesidad, esconde quienes detienen el poder oculto, clasifica el riesgo que corre de perderlo y contribuye a inhabilitar el contrincante inmediato con motivaciones falsas o creadas.

Si el poder es una necesidad social, la toma de decisiones se debe fundamentar en el principio de legalidad que garantiza la seguridad jurídica. La legalidad se entrelaza con la fuerza, hasta permitir que Thering diga que el derecho “es fuerza  bruta y que la balanza sin espada es el derecho en su impotencia”. Derivaría, según E. Díaz, que “todo aquello que implique sujeción de la voluntad, en un cuadro de desigualdad, ya que en la fuerza está el origen del derecho”. Así, en la teoría vigente en la posmodernidad, se llega a una verdadera ósmosis por la cual el Estado necesita del derecho para gobernar y autogobernarse y el derecho utiliza el poder de la fuerza para sostenerse: por supuesto, el uso de la fuerza queda sometido a una “autorregulación” por la cual le ley determina los casos en que puede usarse. Nunca se debe olvidar, siguiendo la teoría de Kelsen, el valor de la norma básica fundamental: es siempre el ser del hombre, el ciudadano y su humanismo, objeto y sujeto del derecho. Es decir, que la relación entre derecho y fuerza se debe convertir en “fuerza de la razón”, manifestación de aquellos valores éticos y estéticos por los cuales se pueden respaldar, legitimar y resolver los conflictos que se presentan en una sociedad en el reconocimiento de la diversidad y por la prevalencia del bien común representado por la mayoría.

Todos los clásicos de las teorías sobre el Estado coinciden en que el derecho es el centro de la vida social. En particular, en el Contrato Social, J. J. Rousseau afirma que “la constante voluntad de todos los miembros del Estado constituye la voluntad general; en virtud de esta voluntad son ciudadanos y son libres. La libertad general es siempre justa y suele ser ventajosa para el público. Nuestra voluntad es siempre para nuestro bien, pero no siempre sabemos en qué consiste este bien”. En el postulado por el imperativo categórico de E. Kant, la ley es expresión de aquella voluntad general que libremente, es decir, sin ninguna coacción e interés político partidista o de partes, la mayoría absoluta de una asamblea constituyente legítima determina el pacto social en el cual descansa la separación tripartita de los poderes, el Ejecutivo, el Judicial, con el predominio del Legislativo, que por su esencia representa el verdadero poder de gobernar, es decir, la soberanía.

Para Kant solo la democracia constitucional puede crear leyes plenamente obligatorias, es decir, leyes que obliguen totalmente al individuo: no la deroga otorgada por ley habilitante por una Asamblea Nacional que renuncia a su función institucional para favorecer un proyecto político. Es el caso de precisar que con el ius positivismo se definen las normas que regulan la vida de la sociedad, es decir, la legalidad y la certeza jurídica que define e implica el concepto de justicia; difiere el ius naturalismo de Ulpiano, quien en las “Instituciones de derecho romano” –en las cuales se inspiran los códigos vigentes en Venezuela– más bien precisa conceptos de equidad: “Haec sunt precepta: honeste vivere, alterum non laedere, sui quique tribuere”, es decir, que “estos son los preceptos: vivir con honestidad, no hacer daños a los otros, que cada quien reciba y tome solo lo que le corresponda”.

En efecto, es tan difícil definir el concepto de justicia que el mismo Hans Kelsen, en la Teoría General del Estado considera necesaria una postura ideológica para explicarlo. En cualquier caso, asume valor cuando Max Weber, en el Tratado de Economía y Sociedad, considera que la relación entre derecho y legitimidad es expresión de la racionalidad del hombre y de los valores supremos generados de deberes morales y estéticos, así como de los derechos correspondientes a la dimensión de la civilización de la sociedad y la satisfacción de sus necesidades primarias.

Cuando el ejercicio del poder elude el derecho constitucional y maniobra la justicia para finalidades políticas, así como ha hecho el Ejecutivo nacional, aumenta las necesidades primarias de libertad y de supervivencia porque pretende obtener a cualquier costo la obediencia de todos los ciudadanos con la coacción, la fuerza de las armas, niega el Estado de Derecho y se transforma en totalitarismo: ha perdido sustanciación política, credibilidad ideológica y programática, y se ha transformado en el tiempo en una coalición mafiosa y narcotraficante que se apropia de la riqueza del pueblo venezolano para finalidades de negocios ilícitos para financiar grupos irregulares y de guerrilla para mantenerse en el poder. Se ha desperdiciado la capacidad de persuasión de Hugo Chávez Frías y la gran mayoría de los ciudadanos se disocian de un  Estado y un sistema político partidista social comunista que los han reducido a un nivel de pobreza extrema: el Estado se anarquiza. Frente a la incapacidad de autocrítica, definitivamente la pobreza en la cual ha sido transformada la riqueza petrolera ha condicionado la existencia individual y colectiva al punto de inducir hacia el sistema castro social comunista bolivariano una verdadera  repulsión: es un acto instintivo que no requiere un esfuerzo de  inteligencia.

Por ello, a pesar de la división arriba mencionada de las cúpulas partidistas, la oposición tiene un común denominador: la necesidad del cambio para la supervivencia de la nación; desorganizada, marcha masivamente y protesta, y funda el consenso popular sobre la racionalidad y el derecho; identifica su cohesión social en el vínculo natural establecido entre gobernados y gobernantes, mientras que el poder político se identifica y defiende el sistema democrático.

Nace espontánea la necesidad del cambio, de la recuperación de la soberanía perdida, de la urgencia de la innovación, de la transformación de una sociedad económica y social rentista en una productiva.

Los otros principios, en particular los que se fundamentan en los miles de papeles o convenciones internacionales suscritas por el régimen son virtuales, y sus aplicaciones dependen de la perspectiva por la cual los Estados destinatarios harán crédito y creerán que la República, renovada en la gestión política y regresando a los principios éticos y en respeto de las obligaciones asumidas, reestablecerá normales relaciones diplomáticas, políticas y comerciales, y recuperará su credibilidad.

El Estado soberano es un órgano técnico a través del cual cada operación debe transitar, de modo que, así como han demostrado las sanciones tomadas por la comunidad internacional, el solo modo de negar la soberanía es reusarse de reconocer un gobierno, contestar un régimen particular, aspecto que no afecta la  soberanía del Estado general, a menos que no sea específicamente definido. Aún más: la falta de normales relaciones diplomáticas con un Estado (por ejemplo: Estados Unidos-Venezuela) viene sustituida por el régimen castro social comunista bolivariano con otras (Rusia-Venezuela; China-Venezuela) y demuestra en forma evidente la propia incapacidad y dependencia: una dependencia por otra, a cuales precios, condiciones y consecuencias para los venezolanos lo descubrirán. Por ahora es suficientemente doloroso saber que la deuda con China debería terminar de ser pagada en 2079, mientras que con la conocida escasez de gasolina se entregan a Cuba no menos de 40.000 barriles diarios.

Una observación final: democrático o dictatorial, republicano fundado en la Constitución o sobre un régimen totalitario y de opresión, gobernados por magistrados regularmente elegidos o por una junta de mafiosos y narcotraficantes, el Estado en cuanto tal es todavía respetado por la comunidad internacional. La “consciencia universal” puede condenar los horrores y crueldades a las cuales han sido sometidos los ciudadanos venezolanos, pero otro Estado, por fuerte que sea, si tiene motivos, no tiene métodos para ejercitar presiones que no sean morales y económicas. Por lo general, estas no provienen directamente de los Estados, sino de los partidos políticos que reparten sus condenas en función de sus propias simpatías a los actores nacionales y los que están en resto del mundo. Es un comportamiento que no afecta al Estado en cuanto tal, sino a los proxenetas del régimen y los negocios lícitos o ilícitos que son amparados detrás del Estado instrumento del régimen dictatorial.

En efecto, si la condena queda formulada por otro gobierno, cada quien sabe que la posición tomada, hasta la “humanitaria”, es verosímilmente dictada por una estrategia política, es decir. por la búsqueda de ampliar el propio poder y la propia influencia. Se produce por consiguiente la reacción del gobierno de referencia que denuncia la injerencia en los asuntos internos. Los que quedan afectados son los ciudadanos que no reciben la ayuda, los alimentos, los medicamentos que necesitan.

La alternativa a este “comportamiento diplomático” es la guerra, al final de la cual siempre se encontrará el Estado, también con un cambio de régimen. No existe un período en la historia en el cual esta práctica no haya existido. Todos los intentos de vincular el reconocimiento del poder a ventajas financieras, productivas, comerciales o militares asumen un valor simbólico y que inducen un efecto de cambio solo si los ciudadanos asumen sus responsabilidades y luchan para conquistar y preservar la libertad, salir de las condiciones de dependencia, es decir, afirmar y defender la identidad y soberanía de la nación.

 


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