Félix B. Caignet nació en 1892 en la villa de San Luis de Las Enramadas, Santiago de Cuba, cuando todavía la mayor de Las Antillas era una Capitanía General perteneciente al Reino de España. Su nombre y apellido, en la América hispanoparlante, están asociados al Derecho de nacer, madre de todas las radionovelas cubanas de exportación, cuyos 314 episodios «estremecieron el espectro radiofónico venezolano», a través de Radio Continente, gracias a las voces de Luis Salazar, Olga Castillo y América Barrios. No vamos a contar aquí, ni siquiera sucintamente, la trama del culebrón ―en 1952, bajo la dirección de Zacarías Gómez Urquiza, se rodó en México una película basada en el relato de Caignet y, en 1965, RCTV inició la transmisión de su versión televisual con Raúl Amundaray, Conchita Obach y Rafael Briceño en roles estelares. Tuvo una duración de 2 años, 2 meses, 8 días y 2 horas—. A los efectos de mi descarga importa sólo un personaje, no precisamente el protagonista principal: Don Rafael del Junco, un anciano de mentalidad y modos feudales con esqueletos en el armario, dispuesto a revelar un muy bien guardado secreto de familia, pero impedido de articular palabra alguna debido a un ataque de afasia provocado por el libretista, acaso a instancias de Goar Mestre para sacar del aire a su intérprete en razón de exigencias salariales (el radioescucha sólo percibía su desarticulado pensar). Al mejorar el sueldo del actor y recuperar la voz el senil patriarca de los Junco, la historia llegaría prácticamente a su feliz final; no obstante, Félix Benjamín la alargó cuanto pudo y la audiencia, pendiente del desenlace, se preguntaba cuándo hablaría el vejete. Cuando al fin pudo soltar la lengua, Billo Frómeta puso a bailar al país al ritmo de su jacarandosa pieza “Ya don Rafael habló”.

En algún sarao debo haber escuchado la añeja guaracha. Del drama radial guardo infantil remembranza y, forzando la memoria, puedo componer una imagen de Alberto Limonta con blanca y pulquérrima bata de médico;  no procuro, sin embargo, derivar estas divagaciones hacia una suerte de «Show del Recuerdo»: juzgué pertinente, eso sí,  un vistazo al pasado y, así, mejor entender por qué, en principio, iba a titularlas  «El derecho de joder», en alusión a una dama con los dumasianos aires de «La Dueña» imaginada por José Ignacio Cabrujas, empeñada en contrariar y descalificar  a todo opositor no alineada a su intransigencia.

A esa señora la consideró «un plan B surrealista» el diplomático norteamericano Elliot Abrams. A mí siempre me pareció un si condicional —dejé constancia de ello y de otras cosas aquí repetidas en artículo publicado en este espacio hace un par de años (El triunvirato, El Nacional, 06/09/20)—, y no pocas veces una figura retórica sin función específica, o una vocacional antítesis entre peros y paréntesis. Autoerigida en heraldo del evangelio según San Trump, postuló la vía exprés para salir de Maduro, aunque ello comportara el desembarco en nuestras playas del U. S. Marine Corp; aferrada inconscientemente a una quimérica consigna del Mayo francés de 1968, reclamaba ser realista y pedía lo imposible. Ahora, pareciera haber reservado plaza en la nave electoral para atracar con su vente tú en el muelle sufragista de 2024. Al menos eso se desprende de un video colgado en su cuenta del pajarito, justificando su golpe de timón: «Estamos dispuestos a medirnos porque Venezuela necesita una conducción política y un liderazgo que no se entregue ni se rinda y cumpla su palabra y su compromiso». Nos estamos refiriendo, el lector lo habrá presentido o adivinado, a la inmarcesible e impoluta María Corina Machado. Acepta jugar un quintico en la lotería comicial en ciernes, desmarcándose, naturalmente, de quienes ofician la disidencia pragmática, de acuerdo con la desenfocada lente a través de la cual ve la política doméstica. «Muchos opositores se han entregado», señala, y los acusa de traidores; por eso, sostiene: «Enfrentaré al gobierno de Nicolás Maduro, y a sus cómplices en todos los terrenos necesarios». Quizá María Corina cayó en cuenta de un incontestable designio subyacente en la aparición del plástico e inflable monigote exhibido en el paseo Los Próceres durante el circo rojo y verde oliva del 5 de Julio: con ese temerario irrespeto a la majestad de la fecha, daba inicio Nicolás Maduro a su campaña electoral. Superbigote es el candidato a legitimarse en las votaciones de 2024. Superbigote está arreglando el país, déjenlo continuar con su trabajo, será la falaz consigna de su cruzada comicial.

Las aserciones y descalificaciones de la ex primera dama de Súmate coincidieron con la publicación de esta escueta noticia: «Más de 200 ataques contra activistas de derechos humanos en Venezuela, incluyendo detenciones arbitrarias y allanamientos, fueron documentados en 2021». También, ese mismo día, se supo, por boca del ratificado ministro del poder popular para la defensa y vicepresidente sectorial de soberanía política, seguridad y paz, Vladimir Padrino, de la incorporación de un oficial de la fuerza armada nacional bolivariana a cada una de las 250.000 (¡¿?!) brigadas de voluntarios tarifados y reclutados para participar en la refacción y mantenimiento de escuelas y hospitales, ¡así de lucrativo será el negocio! Un paso más en la militarización del país y un nada subliminal mensaje del Padrino a quienes sueñan con grávidas avecillas: ¡el del güiro soy yo!

Ni la arremetida contra los defensores de las prerrogativas constitucionales de la ciudadanía, ni la injerencia de hombres de armas (tomar) fueron objetos de reparos de parte de la dirigente blanco de mis venablos. Tampoco, seamos justos, lo fueron de Henrique Capriles ni del interino casi en off y fade out, subrogado o teledirigido apéndice del exalcalde de Chacao radicado en Madrid, Madrid en México se piensa mucho en ti.

Capriles es un sí, pero no. Una anfibología viviente en busca del liderazgo perdido. Novedad de la cuarta república es prematura antigualla en la quinta. Debe desambiguarse si pretende pachanguear en el holgorio de las primarias. Candidato presidencial en dos oportunidades, coqueteó con la gloria en las elecciones de 2013, mas no supo cómo ascender a las alturas del poder y saborear sus mieles —todavía le reprochan no haberse alzado defendiendo su presunta y autoproclamada victoria—. Juan Guaidó, no es un enigma ni una abstracción. Tampoco un libro abierto. De famélico perfil como una escultura de Giacometti, tiene un no sé qué de El grito de Edvard Munch. Aunque aún no se agotaron del todo sus 15 minutos de fama, pasó de ser rutilante figura de atropellado verbo a punching ball de la oposición pura y dura. Es censurado por no haber puesto fin a la usurpación. Su mantra se redujo a elecciones libres. Seguramente ambos disputarán a María Corina la candidatura de la unidad ―Leopoldo no tendrá velas en el funeral, salvo que en la capital azteca se decida amnistiar a presos y exiliados políticos: ¡yo te aviso chirulí!—, pero ahí está, prevenido al bate, Manuel Rosales y, además, hay quienes se decantan por un outsider, un emergente sin arte y ni parte en el despelotado y errático ejercicio opositor de este casi cuarto de siglo vivido bajo el azote del mal de Chávez y su agente transmisor Nicolás Maduro.

Ya don Rafael, perdón, María Corina, hizo uso de su derecho de nacer, quiero decir de joder o jorobar, y manifestó sus aspiraciones (¿agallas?) a los 4 vientos. Esperemos las primarias: entren que caben 100, 50 parados y 50 de pie.


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