Escribo sobre un camino trillado que, sin embargo, no ha perdido actualidad. Todo lo que existe se resiste, la  distinción política derecha-izquierda  se niega a morir. Surgida en la Revolución francesa, para distinguir los partidarios del veto real, sentados en el ala derecha de la recién constituida Asamblea Nacional  el año 1789, por una parte, de los partidarios de su eliminación, sentados a la izquierda, la distinción ha perdurado hasta nuestros días, pese a sus transformaciones y adaptaciones a las peculiaridades de cada país, al unísono de los intentos por trivializarla y negar su vigente vigor.  Para muestra un ejemplo, si se quiere  más bien una curiosidad.  El conocido diario español El País hasta no hace mucho identificaba su ideología como liberal socialista, luego pasó a ser de centro izquierda y en estos momentos se define como de izquierda,  una suerte de compromiso en el marcar un sello de identificación ante sus lectores que revela la pertinencia de la distinción.

Pienso que eliminar esas categorías implicaría un verdadero embrollo para los periodistas y demás observadores y analistas  que siguen la vida política de sus respectivos países, y con particular énfasis en Europa, donde la distinción está envuelta en ricas tradiciones de identificación partidaria. Y cosa curiosa, lo que alguna vez pudo rebelarse como innovador y progresista, el curso de los acontecimientos  los transforma en dogmático y reaccionario, algo que a primera vista no calza en la díada original. Y es que como muchos asuntos humanos, la política también cambia de acuerdo con el clima de ideas y actitudes predominante en una época dada de la vida de los pueblos y las naciones.

La izquierda gozó durante bastante tiempo de un particular prestigio, sobre todo en la juventud y su afán creativo por las nuevas ideas, y tuvo especial predilección entre los llamados intelectuales,  siempre inconformes y promotores del cambio político y social, más aún cuando fue encubierta de una poderosa ideología, el marxismo, que de alguna manera se apoderó de ella y le impuso sus reglas. Mientras, los moderados  se atrincheraron y fueron aprisionados en el centro (en la convención francesa fueron denominados despectivamente como “el pantano”), terminando por ser desplazados por el conservadurismo político, ahora dueños y señores de la derecha, sea la antigua derecha, sea la llamada nueva derecha. ¿Y qué significa realmente ser conservador? Es el respeto por las tradiciones y su defensa, el temor al salto al vacío, el gradualismo, evitar los excesos y los cambios bruscos, el rechazo a los experimentos, una actitud ante la vida que también se manifiesta inevitablemente en el mundo de la política.

Con el paulatino progreso de las ideas democráticas, sobre todo en el siglo XX, la díada tiende a flexibilizarse y se despliegan los matices, las tonalidades del gris frente al blanco y el negro de los extremos. La razón es sencilla: en la democracia somos adversarios, no enemigos, la tolerancia es un valor muy apreciado, hay una tendencia natural en ella hacia la moderación, y la negociación como el respeto a las reglas constituyen un imperativo para su funcionalidad. Se fortalece el centro político, con sus dos alas, la centro derecha y la centro izquierda, y de los extremos se apoderan las fuerzas del dogma y la intolerancia, la extrema derecha y la extrema izquierda. Cuando los extremos se fortalecen la democracia sufre y termina desgraciadamente quebrándose.

Si la memoria no me engaña fue Alain quien afirmó alguna vez que los que discuten la pertinencia de la dicotomía seguramente no son hombres de izquierda, lo que hoy podemos entender dado el glamour de la izquierda, identificada con el progreso de la sociedad, todavía prevaleciente en los primeros decenios del siglo pasado, algo que ha cambiado radicalmente en la actualidad. Y es que los golpes que esta ha recibido con el estruendoso fracaso de la experiencia comunista, la han minusvalorado ante la frustración de las mentes inteligentes de nuestro tiempo, algunos de los cuales desempeñaron el triste papel de compañeros de ruta, seducidos por el espejismo soviético. Basta mencionar el Gulag, el Muro de Berlín, los genocidios de Mao, el culto de la personalidad de los dictadores comunistas, el atraso inclemente de Cuba y su revolución en nuestras latitudes,  para indicarnos que la izquierda marxista en el poder solo trajo involución y miseria para los sufridos pueblos que la padecieron. De ser una “buena palabra” la izquierda pasó a ser una “mala palabra”, como nos lo indica la valoración negativa que tiene el término en el espacio geográfico tras la antigua “cortina de hierro”, los Estados de Europa Central y Oriental. Como contrapartida se fortalecieron las posiciones políticas identificadas con la derecha, cuyos defensores proclamaron orgullosamente el “fin de la historia” y la muerte de las ideologías,  siendo su nuevo estandarte irónicamente una construcción ideológica,  el neoliberalismo, aupado por Hayek, Friedman, y sus epígonos, gracias a la imposición  de sus aparentemente exitosas políticas económicas por el llamado consenso de Washington. La rueda de la historia ha vuelto, no obstante, de nuevo a girar, con la revalorización de las enseñanzas de Keynes, que junto a la defensa del Estado de bienestar, aceptan el reto y resurgen con fuerza ante la grosera desigualdad económica y social en que ha devenido el salvaje capitalismo financiero de estos inseguros tiempos que nos ha tocado vivir.

El filósofo de la democracia Norberto Bobbio escribió hace algunos años un libro convertido en best seller,  Derecha e Izquierda,  que generó una profusa y rica polémica, al sostener que la díada está más viva que nunca, tal como nos lo revela un debate renovado pero nunca muerto entre los que privilegian el valor de la libertad en detrimento de la igualdad entre los hombres, las ideologías de derecha, frente a los que reivindican la lucha contra las desigualdades y valoran positivamente los derechos sociales como una conquista humana por la cual se debe luchar, una nota sobresaliente que identifica a las posiciones políticas de la izquierda en nuestros días, una posición con la que por lo demás se compromete el mencionado autor.

Se ha afirmado, y considero que es rigurosamente cierto, que en nuestro país las posiciones de derecha siempre han sido minoritarias, ante la ausencia o más bien pálida presencia de partidos fuertes que proclamen sus ideas y principios; muy al contrario  la izquierda constituye un elemento fundamental de nuestra modernidad, surgida de la lucha contra el gomecismo y el  pasado de atraso y autoritarismo, gracias a la generación del 28 y su conducción por líderes de evidente trayectoria de izquierda. A los pocos años vendría el  deslinde entre la izquierda democrática  y la izquierda comunista, triunfando históricamente la primera sobre la segunda, a cuyo fortalecimiento se incorporarían posteriormente los socialcristianos, al asumir también estos los ideales de la Revolución de Octubre, símbolo de la izquierda democrática con la avanzada Constitución nacida bajo su égida. Desde la perspectiva de hoy podríamos en consecuencia afirmar que en la República civil nuestra democracia evolucionó hacia posiciones centristas, diríamos de centro izquierda, pues la justicia social pasó a ser un valor de primera jerarquía y los  derechos sociales se incorporaron a nuestras cartas constitucionales, cierto que dentro de un intervencionismo estatal fuerte en la sociedad, con particular énfasis en su dimensión económica.

Lo demás es historia reciente, una historia de atraso y abandono de la izquierda, una dictadura que ha pisoteado descaradamente y con saña los derechos humanos fundamentales, dentro de una concepción “izquierdista” que Teodoro Petkoff denominó como borbónica, pues no aprende de los cambios inevitables de las sociedades y que dogmáticamente se sostiene en el resentimiento, apto solo para destruir, que ha llevado al país a la ruina más inclemente que nos podemos imaginar. Por supuesto, la izquierda en Venezuela como concepto ha sufrido un desprestigio considerable. Rescatar su fortaleza en función de la reconstrucción del país es un reto que pasa por reinventarse, con la adaptación de sus caros valores y principios a las nuevas realidades que enfrentará inevitablemente la nación.


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