Por doquier se advierte un indicador empírico y subjetivo que indica los signos incontestables del derrumbe de una nación sometida por oscuras fuerzas malignas que no dan tregua en sus propósitos de derruirlo todo; desde las estructuras y andamiaje infraestructural y urbanístico arquitectónico que daba cuenta de una pujante modernidad en materia de desarrollo económico y tecno científico que desde hacía sesenta años, hasta 1998, venía edificando el antiguo modelo socio-político democrático liberal de la república democrático representativa basada en las formas de alternancia democrático quinquenal. El léxico chavo-madurista con su característica neolengua totalitaria ha sido meridianamente enfático; no disfrazan ni ocultan nada de lo que es su estrategia política de largo aliento, es decir, de su objetivo histórico o, gramscianamente hablando, su programa máximo, es el desmontaje y demolición de las viejas y anacrónicas estructuras del obsoleto orden burgués capitalista. En este contexto socio-histórico y político es que la “revolución venezolana” en su primera fase denominada “chavista-bolivariana” hizo galas formales por “respetar”, hasta donde le fue posible o permitido por el ordenamiento jurídico legal vigente  de hace dos décadas, las formalidades y fetichismos jurídicos de la leguleyería formalmente estipuladas en el texto constitucional vigente pero nunca respetado ni cumplido.

La “revolución venezolana” de la hora actual tropieza con un verdadero escollo de naturaleza política que le coloca la propia carta magna, la misma que la oligarquía roja aprobó con bombos y platillos y sus estridencias constituyentistas finisecular de 1999. Agotada la etapa “democrático burguesa”, el proceso revolucionario tiene ante sí el nuevo desafío de pasar a la ofensiva política estratégica en el desmontaje de la cultura democrática del viejo Estado bipartidista y alternativo y pasar, subsiguientemente, a la gradual implantación de lo que la claque de la partidarquía del partido único de la revolución denomina “la fase socialista de la revolución”. La juridicidad constituida, heredada del viejo Estado “adeco-burgués” aún es una antigualla “legal” que oblitera la posibilidad de creación de las condiciones de construcción de lo que el “imaginario tardochavista” denomina la nueva racionalidad del “Estado comunal” con miras a la demolición de la cultura democrático parroquial y municipal que según los ideólogos y doctrinarios de la revolución es herencia del pasado neocolonial de raigambre hispánica. En no otra dirección apunta la reciente aprobación en primera discusión de la “Ley orgánica de ciudades comunales” por parte de la ilegítima Asamblea Nacional chavomadurista.

Es inobjetable, los procesos históricos y políticos de las revoluciones socialistas que se han implantado a sangre, fuego, sudor y lágrimas a lo largo y ancho del devenir de la historia humana persiguen, como propósito fundamental de su utopía distópica adulterar los meta relatos históricos, alterar la historicidad constituida por la procesualidad histórica en aras de imponer una delirante historicidad constituyente que justifique la instauración del edén proletario e igualitario compulsivo aquí abajo en la tierra sin Dios ni amo ni “escuálidos pitiyankies”. Tal pareciera que una de las ecuaciones más socorridas de la razón autoritaria y despótica que caracteriza a todo proceso revolucionario es: “si no puedes cambiar el rumbo del proceso histórico, altera y modifica el pasado para adecuarlo a los propósitos últimos de la revolución socialista”.


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