En la base de la concepción democrática, que es una fe moral antes que un programa político, existe en efecto una idea de autonomía solidaria que vale igualmente entre los ciudadanos de un mismo Estado, entre las regiones de una misma patria, entre las naciones de una misma comunidad internacional y que radica en la idea de que la libertad de uno, obra en la libertad de otros y que la autonomía propia no puede ser asegurada, sino en el respeto, o sea, en la limitación recíproca de la autonomía ajena. El principio central de la democracia, más que en la libertad está en la solidaridad, en la interdependencia más que en la independencia”. Piero Calamandrei

La semana pasada conjeturamos y nos interrogamos también acerca de republicanizar el capitalismo. Se trataba de, siguiendo un intento de la Revolución francesa, comprender y darle a la actividad comercial, entre varias que atañen a la libre iniciativa económica y a la libre competencia, una impronta republicana, conciliando entonces el interés de los actores del intercambio de bienes y servicios, con razonables beneficios para el colectivo. El acaparamiento y las ganancias desproporcionadas constituirían un ilícito pasible de sanción, tratando de modelar el mercado, conforme a una dinámica también empapada de moralidad.

Destacaremos además que la república y su influjo, su incidencia, su semblante apunta a una construcción ética y desde luego, no será una estructuración política y jurídica simplemente, sino –lo cual es importante– una decisión anclada en valores y principios fundamentales signados por el presupuesto de la libertad, entendido como no dominación, y la sujeción del poder al marco constitucional y legal de la democracia, vista como forma de gobierno para la igualdad política y social.

Definir democracia puede ser una aventura. Se oye de los latinos decir: “Definition ómnium periculoso”. Podemos, no obstante, recurrir a algunos intentos convincentes, como ese de Abraham Lincoln: “Es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Se advierte el ademán deontológico, pero si bien suena poético, quizá nos deje en el aroma, pero sin la flor.

Popper aludido se interroga y allí mismo obra su respuesta: “¿Qué podemos hacer para configurar nuestras instituciones políticas de modo que los dominadores malos e incapaces que naturalmente tratamos de evitar, pero que, no obstante, no resulta excesivamente fácil hacerlo, ocasionen los menores daños posibles y de modo que podamos deshacernos de ellos sin derramamiento de sangre?”. El austriaco quisiera ver la democracia articulada de manera sistémica para controlar al poder sin traumas. Parecido pudiéramos decir de Schumpeter, que deja en el pueblo y en la elección de los representantes la tarea de corregir, sustituir, reorientar la procura de un gobierno equilibrado.

Bobbio, de su lado, muy atento a la dinámica democrática y dedicándole buena parte de su producción escrita, propone describirla y resumirla, formalmente de esta manera: “… un conjunto de reglas o de procedimientos, que permitan adoptar las decisiones colectivas o de gobierno, esto es, aquellas que, al interesar a todos los miembros de la colectividad, resultan vinculantes para estos.”

Sartori de su parte enseña que el concepto de democracia es de suyo complejísimo y atañe a diversos aspectos que le serían ínsitos, lo político, lo social, lo institucional y pasando afirma que “democracia económica es, a primera vista, una expresión que se explica por sí misma. Pero solo en apariencia. Desde el momento en que la democracia política gira en torno a la igualdad jurídico-política, y que la democracia social consiste, sobre todo en la igualdad de estatus, en esa secuencia democracia económica significa igualdad económica, aproximación de los extremos de pobreza y de riqueza, y por lo tanto redistribuciones que persiguen un bienestar generalizado.”

Tocqueville describe en su celebérrimo texto Democracia en América lo que le resultó un descubrimiento y se trata de la igualdad como hecho social, pero en cuanto a los orígenes que no eran precedidos de una suerte de servidumbre de la gleba sino que arrancaba con el fundamento republicano de los padres fundadores y la ciudadanía, mismos que colocaban a la libertad, no obstante, como el ethos del régimen todo.

Así tendríamos que la democracia sería un sistema, una forma de gobierno y una manera de vivir que reclama la participación de la mayor suma de los miembros de la sociedad, para que las decisiones que a todos conciernen y sus operadores mandatarios, detentadores de gobierno, conozcan el pensamiento, los valores, los sentimientos del colectivo, para que sirviéndolos a todos adecuen sus conductas, de un lado al marco jurídico y político que los faculta y los limita y del otro respondan ampliamente por sus ejecutorias.

La sustentabilidad de una república se articularía a una democracia con valores, principios y referentes entre los que está asumir la gestión para servir a cada uno y no a algunos y haciéndolo cabalgar en un ideal de justicia distributiva y equitativa.

Miquel Angelo Bovero, al hablar de polis, república y democracia, evocaba las bases de esa experiencia que admiramos y nos ilusiona, la de la Isonomia o, igualdad de todos ante la ley, la Isegoría o derecho de todos a participar del debate y así, deliberar y decidir para la polis, donde se encontrará por cierto, el origen de la llamada libertad de los antiguos de Constant y la Isocracia, el derecho de participar del ejercicio del poder entendido como la función social de gestionar la cosa pública.

El bien común es una entidad conceptual polémica, nos enseñaba Schumpeter, siendo que asegurar la unanimidad sobre lo que es para unos y para otros lo sano, lo conveniente, lo adecuado, lejos que posible soliviantaba los peligros o de la disensión o de formas arbitrarias y tal vez totalitarias, pero admitiendo de manera lineal su argumento, convocaremos a una de las reglas de importancia para la democracia o sea, la mayoría decide.

La ciencia política no es una regla rígida ni una ecuación por vocación exacta y allí encontramos y nos referimos al telos de esa edificación de ingeniería polimórfica que ha de ser la democracia que no es perfecta pero sí perfectible y debe, orgánica como se reclama, incluir un agente concurrente: la ética.

La búsqueda sigue y seguirá siempre, no siendo dioses los hombres y asumiéndolo como un deber con la humanidad, la pertinencia de reflexionar sobre lo que la doctrina social de la iglesia propone; la subsidiariedad que consiste en términos sencillos y modestos, en la acción pública activa y presente en la dinámica social para asistir a aquellos que por justicia equitativa lo requieran allí donde la sociedad no lo hace. Supone el estímulo de la racionalidad para la vida, alimentada por el deber y la solidaridad que le ordena abstenerse donde la sociedad a través de sus cuerpos intermedios pueda resolver. Recurre al principio del equilibrio político, social e institucional.

Esa doctrina no debe ser confundida con el colectivismo y, si coincide con aquella, es admitiendo que la gestión de la sociedad es la de la cosa pública, pero sin prescindir como inevitablemente derivo siempre el socialismo, de la libertad del ser humano como valor capital, porque allí radica su dignidad, que no hace a unos u otros un medio sino que, cada uno es un fin, una realización per se como nos mostró Kant.

El poder es posible en la concertación y si acaso prevalece en la coerción, en la violencia, siempre será frágil, precario porque no satisfará jamás la compulsión hacia el ideal de la justicia que no solo puede estar  ni se agota en la ley cumplida sino  también en ese rayo de luz divina, humana pero trascendente que se aloja en el interior del ser humano. La sociedad debe también asumir su rol de alteridad que implica a todos y nos hace a todos responsables de los demás, so pena de engendrar la violencia y comprometer la paz.

Chile en el éxito económico y Bolivia de su lado fueron desafiados como modelos. Se dice y a falta de mejor estudio repito, que aun reduciendo la pobreza y el empleo, la desigualdad trajo una amargura, un descontento subterráneo, una convulsión, pero que explotó virulenta y brutal en el hasta hace poco paradigmático Chile.

En Bolivia, tal vez también con desigualdades de distinta naturaleza, lo que acabó de detonante fue el abuso de una clase política y un liderazgo adueñados del poder y faltándole el más elemental respeto al pueblo que se sabe titular soberano. Hay que revisar, hurgar, escudriñar el cuerpo político y social y atacar ese tumor deletéreo. Ambas sociedades muestran una sintomatología de patologías diversas que es menester diagnosticar y tratar y en eso consiste el quehacer político y no, en el regodeo concupiscente.

Venezuela es una especie de volcán en apariencia dormido. Aquí el abuso es la norma y la corrupción sustituyó al método de la gerencia de la cosa pública para ser el campo de los negocios de los militares y de sus socios del denominado oficialismo, enchufados a la aorta económico-financiera de la nación, para medrarla como lo haría el mismísimo conde Drácula.

¡Dios nos asista en el trance!

@nchittylaroche

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