Decía Michel Houellebecq que vivir sin leer es peligroso, pues obliga a conformarse con la vida. Una sentencia de poderosa actualidad que nos ayuda a comprender el porqué del estatismo de unos y otros ante la cada vez más preocupante situación política, social y económica.

La lectura nos abre la mente, nos proporciona conocimientos inmensos y ejerce de hilo conductor entre generaciones. Y es que los sucesos pasados gozan de una indudable importancia. Sin ellos, sin su estudio y su análisis, corremos el riesgo de incurrir en los mismos errores que nuestros antepasados y tropezar una y mil veces con la misma piedra.

Es por ello que, de un tiempo a esta parte, cuando contemplo el Boletín Oficial del Estado, no puedo evitar rememorar aquellos pretéritos tiempos en los que Cicerón aún paseaba por las calles de la Antigua Roma. Han pasado siglos, sí, pero sorprendentemente, algunas instituciones romanas han regresado de ultratumba con renovada fuerza y vigor.

Una de ellas es el clientelismo. La relación por la cual una persona (cliente) se colocaba bajo la protección política y económica de otra (patrón) a cambio de profesarle fidelidad. Hasta tal punto era así que el cliente acudía cada mañana a casa de su patrón para saludarle y ponerse a su disposición. Y éste, en compensación, le ofrecía dinero o comida. Un ritual que se conocía como la “saludatio matutina”.

Muchos de los clientes trabajaban, no necesitaban limosna. Aunque otros, en la confianza de que su lealtad ciega a su patrón les sacaría de cualquier apuro, optaban por enterrar los aperos de labranza y darse a la buena vida. Eran los llamados “parasitus” (o en castellano, parásitos), designados así de forma peyorativa por sus conciudadanos.

Obviamente, si el patrón necesitaba de apoyo para poder optar a algún cargo político, sus clientes le ayudaban en la medida de lo posible. Cuantos más clientes llevase un patrón al foro, mejor posición y reputación tendría.

Ahora regresemos a la actualidad. Las elecciones se aproximan y los responsables de realizar las encuestas electorales comienzan a publicar sus cifras. Unos, al parecer, pierden escaños y otros, los ganan. Así es la democracia. Pero son sólo encuestas. Los meses pueden provocar un cambio y, para ayudar a que esto suceda, siempre se puede recurrir a la medida estrella, la que mueve masas, la que, por encima de cualquiera otra, otorga votos y, en consecuencia, más escaños. Las subvenciones en cualquiera de sus denominaciones, las pagas, las ayudas, los subsidios, los bonos. Todos sinónimos.

El caso es que, si una persona, sin trabajar, sin mover un dedo, puede acceder a una paga y, con ella, subsistir de forma más o menos aceptable, es evidente que, acostumbrada a esta forma de vida parasitaria, en las próximas elecciones votará al partido político que le haya otorgado este subsidio y prometa mantenerlo en el futuro. De este modo se convierte en cliente y el partido, en patrón.

Existen muchos más ejemplos. Basta con repasar la ingente cantidad de dinero que, utilizando burdas excusas como el fomento del asociacionismo de una determinada ideología, de la cultura escorada sólo a un lado o del cultivo de anacardos, se otorgan a diario a miles a personas, muchas de las cuales, agradecidas al partido y, por supuesto, al líder, acudirán en tropel el domingo correspondiente para introducir la papeleta en la urna.

La democracia, anhelada durante años en nuestro país y construida con esfuerzo y tesón, ha dejado de ser tal para transmutarse en otra cosa, en un sistema político clientelar donde muchos ciudadanos, convertidos ya en clientes, eligen a sus gobernantes no por su ideología ni por su programa electoral, sino por el número y la cantidad de subvenciones concedidas y prometidas.

Prueba de ello son los constantes ataques a la meritocracia y a la cultura del esfuerzo, sustituida hoy por el servilismo y la estulticia. Y es que trabajar está pasado de moda.

José María Asencio Gallego es juez y escritor


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