Este régimen calculó y esperó para sincerarse no sólo como una propuesta socialista, sino como una experiencia plenamente identificada con la desgracia comunista de Cuba, y en septiembre de 2012, creyéndose liberado de toda responsabilidad por siempre, denunció la célebre  Convención Americana, pactada en San José de Costa Rica. Y es que los tan peculiares defensores de los derechos humanos que rasgaron sus vestiduras por las descomunales tropelías del Chile de Pinochet, equiparándolas con los excesos cometidos en Venezuela, jamás dijeron algo respecto a las que acontecía en las lejanías siberianas, incluso, pervertida la psiquiatría soviética, y todavía acontece en la intocable isla caribeña.

Acá, las jornadas cívicas y demasiado evidentemente desarmadas de 2014 y 2017,  ejemplificaron muy bien el contraste con las toneladas cúbicas de paja que ensalivaron la constituyente de 1999 respecto a los DD.HH. Exponentes de una pretendida superioridad moral en la materia, mienten y hasta callan deliberadamente al percatarse el mundo de lo que ocurre en nuestro país, una tragedia debidamente documentada por cualesquiera instancias nacionales e internacionales que han actuado valientemente, especializadas en la materia.

Tiene ya una escasa rentabilidad política invocar los sucesos ocurridos tres o seis décadas atrás, porque ha sido peor en la presente centuria. Idearon una ley para tergiversar la historia que cuestionamos oportunamente aún contra los palcos que el oficialismo acostumbraba a copar en el hemiciclo de las riesgosas sesiones del parlamento (https://www.youtube.com/watch?v=7lZJep-zz-Q).

No se entiende al régimen, sin la violencia de todo cuño y matices que le sirve de soporte. Campeando la impunidad, no existe la debida separación de los órganos del Poder Público y tampoco la justicia ordinaria, siendo gigantesca la deuda acumulada por los elencos del poder en el campo de los DD. HH. Revertir la desgracia,  saldar esa deuda y echar las bases de un sistema en el que nunca más ocurra algo parecido al fenómeno todavía en curso, le impone una pauta muy precisa y extraordinaria al complejo proceso político sintetizado por las consabidas primarias.

Nada casual su candidatura, Delsa Solórzano es una reconocida experta en DD.HH., quien encabezó la Comisión Permanente de Política Interior de la Asamblea Nacional y, consecutivamente, preside la de Justicia y Paz de la Asamblea Nacional electa en 2015.  Lo ha referido, lleva más de 300 casos por ante la Corte Penal Internacional que dan testimonio de su diligente trabajo como servidora pública.

La transición democrática que nos espera, o ha de esperarnos, algo más que un simple tránsito por las circunstancias, requerirá de una urgida reivindicación de los derechos fundamentales para darle asiento concreto y duradero a nuestras legítimas aspiraciones a la libertad y la democracia.  Una adecuada estrategia que revierta y cancele el totalitarismo en este lado del mundo, sus impulsos y desmanes, impone la necesidad de una correcta, decidida y comprometida conducción política capaz de garantizar el íntegro respeto de los derechos humanos, en el inmediato período postsocialista, como de hacer justicia para que sea honrada la deuda de las últimas dos décadas y tanto.

Incansable trabajadora, Delsa está llamada a ejercer esa conducción, porque –además– se ha esforzado por una articulación de distintos esfuerzos, empeños y voluntades que apuntan a la más amplia concertación que sea posible. Perseguida y atacada, sigue recorriendo el país en reclamo de la unidad que nos hace mejores.

@Luisbarraganj


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