Mal que bien, realizamos al soldado profesional en el XX, como no pudimos hacerlo en el siglo anterior y aún luce imposible en el que está corriendo. El solo anuncio de la implementación de un sistema defensivo comunal, faceta y caricatura de la doctrina de resistencia popular prolongada, responde al hábito oficial de no detallar absolutamente nada para sorprender en todo a una ciudadanía capaz de incurrir en delitos que la hagan rehén, como el de traición a la patria.

Doctrina que ensaya este régimen para sobrevivir a la inconformidad y el rechazo manifiestos de las más disímiles corrientes y movimientos sociales que lo padecen, en reclamo de libertad y democracia, y de la propia comunidad internacional en respaldo de los más caros principios y valores occidentales. Realizado el soldado anómico, con el desempeño de tareas distintas a las de su especialidad, lejanamente marcada una pauta que ahora luce timorata con el Plan Bolívar 2000, el fin del Estado Cuartel coincide con la repetida fórmula del llamado autoritarismo competitivo, cuyos excesos desmienten la tesis académica, dándole una obscena teatralidad al totalitarismo que fundamentalmente lo explica el delito común. Y, ahora,  emerge  el soldado comunal que ya no encontrará ocupación en los desolados centros electorales.

Paradójicamente, controlado un elevado porcentaje de nuestro territorio por fuerzas irregulares foráneas, el dispositivo comunal en cuestión tiene otros propósitos, como el de extremar el control social al que tanto ha contribuido el general COVID-19, y el de garantizarle un extraordinario escudo humano al régimen, sobre todo en los grandes centros urbanos. Recordemos, por ejemplo, tiempo atrás se habló de la instalación de sendas baterías anti-aéreas en los sectores populares a los que, suponemos, bastan pocos operadores militares para numerosas comunas e, incluso, ciudades comunales, excepto tratemos de actividades guerrilleras y terroristas.

Leyes como las del trabajo y el denominado poder popular, sólo explican el principio constitucional de corresponsabilidad del Estado y la sociedad civil en materia de seguridad y defensa, a través de la incorporación o reclutamiento efectivo del ciudadano por la Fuerza Armada, fuere o no miliciano. Muy poco o nada dicen los gremios afines con relación a las brigadas universitarias que establece el IV Convenio Colectivo, esbozado mejor el papel que desempeñará el soldado de una clara –deducimos– vocación metropolitana.

Junto con Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez echó las bases para unas Fuerzas Armadas profesionales con la ayuda inestimable del general Petróleo y, aunque reafirmaba su poder y poderío las veces que hizo falta, como lo revela la fotografía publicada por la revista Élite (Caracas, nr. 36 de 1926), exhibiéndose marcialmente con su hijo en la presidencia del Congreso Nacional, cada vez fue más prudente; incluimos a Eleazar López Contreras, cuyo hijo literalmente se sublevó alguna vez, y al resto de los mandatarios de la centuria, con un Pérez Jiménez que calzó su uniforme en el parlamento, pero cuidó muy bien de su personalísima vocación. Por lo pronto, el soldado comunal pone en entredicho a la corporación castrense, siendo interesante reconocer que ni de pretorianismo podrá acusársele.

@LuisBarraganJ


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