En el libro XVIII de la Ilíada, después de que Aquiles tuviera noticias de la muerte de su amigo Patroclo a manos de Héctor y de que su madre, Tetis, marchara a pedir a Hefestos nuevas armas y armadura para su hijo, el Pelida se dirigió a cierta distancia de la muralla que protegía de los troyanos a los aqueos y profirió tres pavorosos alaridos que Palas Atenea hizo oír a lo lejos, y que Homero nos describe tan aterradores que los propios caballos «giraban atrás los carros, presintiendo dolores en el ánimo». La turbación fue tal que una docena de los mejores soldados murieron entre las ruedas y las picas, y solo entonces fue posible rescatar el cadáver del leal compañero de batallas, luego de que llevaran largo rato intentándolo.

Del grito de Aquiles nos dice Homero que fue «conspicuo [como] el son de la trompeta al sonar en presencia de los enemigos». Se trató, pues, de una voz de duelo y desafío a un mismo tiempo… de tristeza por el amigo muerto en combate y de advertencia a quienes conformaban el bando del asesino de aquel. Del lado troyano, al parecer, el único que comprendió tal significado y sus posibles y devastadoras consecuencias fue el sabio Polidamante. Héctor, sin embargo, investido de toda su arrogancia, lo despacharía sin atenderlo e instando a todos a desobedecer su consejo de retirarse a Troya para defender desde sus torres la ciudad ante un posible asalto, error que le costaría la vida al príncipe.

Por otra parte, en Crimen y castigo, de Fiódor Dostoyevski, Raskólnikov —que ya ha asesinado a Aliona Ivánovna y a su hermana Lizaveta— cruzaba el puente Nikoláievski sobre el río Nevá cuando se detuvo a observar desde él la catedral de San Petersburgo. Ante el paisaje, el homicida sintió como si este se hallase «saturado por un espíritu mudo y sordo». No había, por tanto, espacio para la palabra…

De cuanto sucede entre los versos 215 y 238 del canto XVIII de la Ilíada y en el episodio del puente  Nikoláievski  de Crimen y castigo, me interesan —en tanto que motivos para la reflexión— el grito y el silencio como antípodas de un mismo fenómeno discursivo: la renuncia a la palabra.

El grito, en cuanto que aullido, no es discurso porque no es semiosis. No hay en él un signo claro que llame convencionalmente a un objeto de significación. No son posibles aquello que Morris llamaba el vehículo sígnico y lo designado. Ante el alarido quedan a solas el interpretante y su intuición… Salimos, por tanto, de los dominios de la semiótica, la pragmática y la lingüística textual para entrar al no menos farragoso territorio del presentimiento. Todo aúllo surge en medio de la más espesa niebla de la razón… de modo tal que las certezas del pensamiento lógico quiebran allí sus lanzas contra él.

En el alarido hay apenas la materia prima fónica de una tan elemental como remota comunicación, el atisbo inicial del ζῷονπολῑτῐκόν (zoon politikón, ‘animal político’) aristotélico. No hay manera de decir que los tres gritos de Aquiles articulen con precisión algún tipo de texto. Son escasamente un vago garabato que, sin embargo, consiguen causar un efecto. ¿Acaso es casual que quien entienda la gramática de tales aullidos sea Polidamante, un augur troyano dedicado a la adivinación e hijo de un sacerdote de Apolo? El aullido es, por decirlo así, un silencio vociferado… la renuncia a la palabra en uno de sus sentidos más implícitos. Una mascarada afásica…

El silencio, por el contrario, es un abandono verbal explícito. Todo en él dice de la ausencia del signo y, no obstante ello —lo mismo que el grito—, se constituye en confuso vehículo sígnico. De nuevo estamos en medio de la niebla y ante los augures. Nada pueden la pragmática y la lingüística textual para hender el «espíritu mudo y sordo» que sobreviene a Raskólnikov en el puente Nikoláievski y revelarnos sus misterios. Quizás podamos intuir cierto tedio del vivir en el asesino que ayuna de sentido vital, pero, al respecto, carecemos de las certezas semánticas que la palabra a menudo trae aparejadas.

El mutismo que se posa como una abrumadora niebla sobre el puente Nikoláievski es el pariente más cercano del alarido. No hay modo de pensar en aquel Raskólnikov sin ver al fondo la estampa de El grito, de Edvard Munch. En este también flota la confusa neblina del «espíritu mudo y sordo». Entre ambas obras hay escasamente veintisiete años de distancia: una curiosa familiaridad cronológica las cerca. El silencio, en dicho caso, podría entenderse en tanto que aullido asordinado, acallado, audible solo en lo que tiene de figurativo. Quizás sea, y apenas, la ceniza de algún chillido del alma… remoto y no oído… la última pavesa de la renuncia a la palabra.

Ambos abandonos de la palabra, el de Aquiles y el de Raskólnikov, parecen notablemente diferentes, pero, en esencia, son muy similares. Si nos detenemos en la muerte de Patroclo y miramos hacia atrás, hay soberbia, y adelante, venganza. Si hacemos lo propio desde el asesinato de Aliona, veremos que el pasado está colmado de alevosía en tanto que el futuro es una masa amorfa de miedo y vergüenza. En el fondo de ambas renuncias al discurso late casi la misma culpa: la del hombre abyecto que eligió bestializarse. A su manera, los dos han faltado a la σωφροσύνη (sophrosyne, ‘moderación’).

¿Acaso nuestra literatura contemporánea oscile entre el grito de Aquiles y el mutismo de Raskólnikov? Salvo las excepciones de siempre que ratifican toda afirmación —aunque no la compartamos parcial o plenamente—, la actual producción literaria pareciera moverse en medio del aullido y el sigilo. De una parte, toneladas de palabras que no dicen nada sustancial sobre la condición humana, apiladas en páginas con el único propósito de vender ejemplares aderezados con los condimentos de un erotismo simplón y una truculencia de manual. De la otra, un silencio atronador acerca de las cuestiones más acuciantes de la existencia y el vivir en este indigesto inicio de siglo y milenio.

Se ha puesto de moda, por ejemplo, escribir sobre la pandemia de COVID-19. He leído novelas que detallan minuciosa y hasta morbosamente el lamentable periplo clínico de los enfermos, como si no lo conociéramos de primerísima mano. Casi no hay, sin embargo, un solo cuestionamiento. Son libros en los que se habla anecdótica y profusamente acerca de algo, pero no se lo interroga. ¿Acaso no hay cuestiones serias, profundas, incómodas —sí… muy incómodas— y trascendentes que plantear al respecto? Alguien podrá decirme que tales obras de ficción son la memoria de los tiempos que corren. Creo, con el perdón de quienes piensen así, que nadie serio colocará el registro de los centros de salud por detrás del de un escritor con ganas de hacer un bestseller.

Personalmente pienso que la literatura debe ser incómoda y hasta impertinente. Ya sé que existe la teoría del arte de la palabra como divertimento. A mí no me interesa. Me cautivan, por el contrario, las obras que me cuestionan y en cuyo término me siento decir en primera persona aquel verso de Rafael Cadenas:  «Yo era una pregunta condenada a no calzar el signo de interrogación».

jeronimo-alayon.com.ve


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