“La muerte es solo la privación de toda percepción.” Epicuro

Hace unos días, en medio de un almuerzo en familia y con amigos y afectos, se abordó, como en muchas tertulias similares supongo, el acontecer de la guerra en Ucrania y por supuesto, resaltó, la posibilidad de una conflagración, ya no con equipos convencionales sino, con armas nucleares.

El diálogo se interrumpió, turbador; al evocar la experiencia de Hiroshima y Nagasaki y los presentes conjeturaron sobre un probable episodio que incluía la hecatombe, el exterminio, el suicidio de la humanidad, instante que nos puso, delante de nosotros mismos, impotentes y avergonzados simultáneamente.

Todos pensábamos entretanto que había que pararle el trote a Putin, pero advertíamos que, para eso, sería menester firmeza, disposición y coraje, siendo que el ruso, como antes Stalin o Hitler, lucía no solo determinado sino irresponsablemente persuadido de seguir y hacer lo que fuera necesario, con tal de alcanzar su objetivo y hacer valer su palabra.

Mas allá de la secuencia que este asunto conozca ha conmovido al mundo y mostrado de qué esta hecho el liderazgo del orbe, especialmente aquellos que conducen países influyentes o acaso, otros como Venezuela, con un régimen que adula a rusos, chinos y cubanos, cual mameluco al servicio de los osmanlíes de otra época.

Mientras el condumio familiar con el que inicié la nota transcurría, mi hija mayor, que por cierto es una humanista recia, crítica, seria, de formación cristiana, aducía que era el momento de reaccionar y corregir comportamientos irracionales, desmesurados y en todo caso no civilizados que se venían multiplicando y que mostraban un egoísmo, un individualismo peligroso; mi hijo presente resolvía con un «que pase lo que tenga que pasar, no se puede aceptar lo inaceptable». Para ella, mi Laura que cargaba a su bebe de 50 días de nacido, lucía inadmisible que el ser humano pudiera llegar tan lejos y tan gravemente. No era entonces sencillo para una modesta familia metabolizar ese dramático acontecer.

Tampoco ha sido fácil el hoy para el género humano que, en todas partes, hacía sentir su voz, su desaprobación y su hartazgo, ante el amenazante y grosero Putin, aunque esa otra joya megalómana Trump lo llamaba genio, lo que contrastó como era natural.

La sociedad civil se mostró en todas partes y  movió a los cautelosos dirigentes que terminaron alineados detrás del respaldo a Zelensky y sancionando al agresor que bien debe ser considerado y no exagero, genocida y reo por delitos de lesa humanidad, por todas las naciones del planeta.

De las guerras siempre se dijo que no se sabía su final sino su tendencia y compulsión a sacar lo peor del ser humano. Paralelamente, como hizo notar Arendt, la violencia lleva el sello del instrumental con la que se articula y en este tiempo de tecnologías superlativas, la muerte es solo un número más y la eficiencia letal predomina indómita.

Iniciar una guerra en gran escala, y menos por las razones expuestas por el energúmeno ruso es, per se, un acto inhumano y cruel. Esa es una guerra racista, imperialista y totalitaria y que nadie venga a decir lo contrario.

Siempre se ha insistido y seguirá pasando que hay una racionalidad al servicio de cualquier convencido, pero después de la Segunda Guerra Mundial, la reflexión y el sentido común asumieron que no podía justificarse la guerra partiendo de prohibir una agresión de un país a otro. La noción de soberanía decantada se postulaba como un sacro principio a respetar por aquellos para los que la paz tenía verdadera significación, pero no fue así para los rusos, ni antes ni ahora.

Pedro El Grande, Catalina y particularmente Stalin, pero también, brutal paradoja, un vecino de Ucrania y un connacional Krouschev y Brezhnev se esmeraron en desconocer la soberanía de otros países y especialmente aquellos inficionados de ideologismo, solazándose al invadir y abortar revueltas populares en Polonia, Hungría, Checoeslovaquia, y Nikita en Cuba fue un temerario que felizmente Kennedy atajó, impidiendo el traslado marítimo de misiles nucleares para su implantación allí.

El argumento de los soviéticos fue que la soberanía de esos Estados estaba subordinada a la seguridad de la alianza socialista e invocando el pacto de Varsovia se lo permitieron. Lo que sirvió, al menos, para quitarles la careta e iniciar la paulatina e ineluctable decepción de los partidos comunistas de occidente. El inicio del desmoronamiento del bloque ideológico con ambición de hegemonía en Europa para comenzar, pero más allá también y en Venezuela incluso.

Volviendo al tema que nos ocupa, hemos de hacer notar que el ser humano es un actor belígero porque está en su ontología, y el forcejeo entre la razón que le llama a la paz o a la lucha por la supervivencia, se combina con el “Homo homini lupus”, que lo impulsa a prevalecer, dominar, conquistar, aunque, siendo libre como lo imaginó Dostoievski e intento parafrasearlo, navega en un mar de emociones y posibilidades. Con fuerzas morales e instintos y sentimientos compitiendo cual centrifugas y centrípetas en movimiento. Hay una lucha en él sistémica que se diría que lo acompañara, ex ante y ex post.

En Rusia, ni en los tiempos del zarismo y muchísimo menos durante el socialismo alcanzaron las tesis liberales comparable repercusión y trascendencia como en el oeste; lo cual, aunado a su inclinación, a expandir fronteras e imponer su régimen político, no dejó espacios para la experimentación de la libertad, que no obstante en sus letras y autores más destacados y en su novelística, retratan al hombre y sus interioridades como quizá nadie lo ha hecho.

Participando entonces de un postrecito, nos tocó a los asistentes al almuerzo con pizza, al tiempo de ponderar lo que esa guerra de Putin podría implicar e incluso el fin atómico de la humanidad, brevemente ensayar evocando lecturas y cavilaciones la naturaleza de esa criatura que libre y sorpresivo como lo definía Dostoievski, podría hacer click y dejar de ser.

De muchacho, leíamos ese clásico de Dostoievski, Crimen y castigo y nos maravillaba esa prosa reveladora y esa atmosfera pesada pero humana que albergaba en ese corazón y en ese ser, la libertad y la responsabilidad para el bien y el mal como opciones.

Empero, nuevamente recordé Memorias del subsuelo, entre otras de las llamadas obras maestras de Dostoievski, ¿no lo son todas? Y concluyo así estas inferencias que como una confesión mía y de los míos, convertida en una especie de relato les compartí, “todo el trabajo del hombre parece consistir realmente en nada más que probarse a sí mismo continuamente que es un hombre y no el pedal de un órgano. Puede ser a costa de su piel; pero ha conseguido demostrarlo” (citado por Gary Saul Morson, Fiodor Dostoievski, El filósofo de la libertad, Letras libres, noviembre 2021)

@nchittylaroche, [email protected]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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