“Una vez que los hombres son arrebatados por una

espantosa superstición, a ella reducen todo lo que

imaginan, ven e incluso hacen”.

G.B. Vico

Los antiguos griegos dieron nombre al Caos (Χάος) al que imaginaron como una fuerza oscura e inefable, pleno, eso sí, de un extraordinario poder, de cuyo infinito bostezo se produjo el advenimiento de los protogonos -o seres primordiales-, titanes y dioses. Y fue por cierto a través de la inmensidad del espacio abierto por aquella hendidura, por el resquicio de aquel bostezo, que cobró existencia -en el sentido de su a-parecimiento, de su dejar-se-ver o manifestarse- nada menos que el Cosmos (Κόσμοσ), es decir, del orden que deviene, justamente, su antítesis, su término opuesto correlativo. Por esa razón se ha llegado a decir que el Caos es el estado prístino del Cosmos. Como dice Hesíodo en la Teogonía, a Caos lo siguen Gea (la tierra) y Tártaro (el abismo). Nix (la noche) y Érebo (la sombra) son sus descendientes directos, de cuya cópula surgieron Éter (la luz) y Hemera -o Amar- (el día).

Claro que también cuentan las narraciones órficas, suerte de reordenamiento del mito dionisíaco y fundamento, en muchos casos, de la concepción “presocrática” del Arché (άρχή) o primer elemento: el origen o principio de todas las cosas. Un rayo vengador de Zeus contra los titanes, quienes habían asesinado no sin saña y espantosa crueldad a su hijo Dionisio, no solo los redujo a cenizas -las mismas que luego utilizaría para crear a la humanidad- sino que abrió un inconmensurable boquete entre el cielo y la tierra, de cuya condición indeterminada surge el Caos, el “huevo primordial”, proveniente de Cronos (el tiempo) como reverso, como el lado oscuro del mismo Cosmos. La serpiente que mata es la serpiente que cura.

Ovidio, en Metamorfosis, lo define como una indeterminación determinada, vale decir, como una desordenada “masa bastante cruda e indigesta, un bulto sin vida, informe y sin bordes, de semillas discordantes”. A partir de entonces, el significado original del Caos fue puesto, fijado y, con el tiempo, popularizado como la confusión y el desorden, el escenario perfecto para el surgimiento de la anarquía, que es, por cierto, el an-arché (άν-άρχή) o la negación abstracta del principio de todas las cosas. De hecho, la expresión anarquía es considerada como una representación del caos político.      

El anarquismo, como se sabe, es la profesión de fe del “sin” -o, lo que viene a ser igual, del “ni”- como principio supremo del ser social: “sin Dios, sin patria, sin patrón”. En 1798, la Academia Francesa lo definiría del siguiente modo: “El Estado desregulado, sin líderes y sin ninguna forma de gobierno. Democracia pura que fácilmente degenera en anarquía”. Y Diderot, por su parte, amplía y complementa la definición de la Academia en la Enciclopedia: “Es el desorden en un Estado, donde resulta que nadie tiene suficiente autoridad como para dirigir y hacer cumplir las leyes, y entonces y como consecuencia, el pueblo se conduce como quiere, sin subordinación, sin supervisiones, y sin efectiva policía. La palabra anarquía en francés se forma con el prefijo privativo an yuxtapuesto a un término o raíz que significa comando o dirección. En general, puede afirmarse que todo gobierno tiende o bien al despotismo o bien a la anarquía”. No mucho tiempo transcurrió para que las cenizas de los titanes del mito órfico se hicieran carne y sangre de la Revolución francesa: los llamados “furiosos” (Enragés), liderados por Jacques Roux, fueron acusados de incitar a la ciudadanía a “proscribir toda traza de gobierno” y promover “los monstruosos principios de la anarquía”. Curioso. Quienes defienden el derecho a negar todo principio terminan siendo señalados como promotores del principio del no principio. El gobierno del no-gobierno.

Karl Marx, a quien nadie podrá acusar de anarquista, tuvo por Bakunin -quien, al igual que él, tuvo una formación filosófica hegeliana- sentimientos de respeto y consideración. Por Proudhon, en cambio, a pesar de sus indiscutibles méritos, solo llegó a sentir desestimación. A su juicio, en el primer caso se trataba de la valoración del Caos como punto de partida del Cosmos y, en consecuencia, del desarrollo dialéctico de la reorganización de una nueva sociedad. En el segundo, de un intento fallido de transmutar el entendimiento en razón, mediante la tibia mezcla de “los lados buenos” del calor y del frío, desechando sus “lados malos”.

Algo del concepto de Caos, en el sentido que se le atribuyera desde Ovidio hasta el presente, se ha hecho resonante en las distintas tendencias epistemológicas y científicas estrepitosamente desarrolladas a partir de los años ochenta del siglo XX. Son, sin duda, las trazas dejadas por el entendimiento reflexivo en su insaciable e ilimitado afán de posicionarse como “la” verdad suprema. Que la “teoría del Caos” sea definida como “un método de análisis cuantitativo y cualitativo para investigar el comportamiento de sistemas dinámicos que no pueden explicarse ni predecirse mediante relaciones de datos individuales, sino que deben explicarse y predecirse mediante relaciones de datos continuos y completos”, la convierte no en una teoría del Caos sino en una empresa encuestadora, ajena a comprender que el Caos constituye la negación determinada del Cosmos -y en consecuencia, del orden y conexión de las ideas y las cosas-, su necesaria conservación y superación. Lo que la incluye en el museo del bestiario embalsamado, del cual ella misma forma parte.

La mitología líquida del presente insiste promover lo que supone sea el Caos en todo posible ámbito, convirtiéndolo en la condición sine qua non de la vida social y política. Sus indicios ya se hacían presentes entre los fieles fans de Get Smart, el “Súper Agente 86”, en aquella rocambolesca lucha de “Control” contra “Kaos”, a principios de los años setenta. La industria cultural ha hecho grandes contribuciones al mundo invertido, invirtiendo al mundo. En todo caso, Poner el Caos, “sembrarlo” como reflejo, a objeto de generar zozobra entre las buenas gentes, poco tiene que ver con el Caos propiamente dicho, en sentido estricto. Ni el terror es Caos ni la esperanza es Cosmos. El Terror y la inevitable bancarrota en la que ha concluido este menesteroso presente es, más bien, el resultado inevitable del haber alentado a una “generación boba”, cautivada por la presunta “teoría del Caos”, a secuestrar las instituciones fundamentales de un país, hasta conducirlo al fondo de la desgracia. Y solo ahora se puede comprender el Caos como el mejor aliado, como la fuerza necesaria, para reconstruir el orden requerido por el Cosmos venezolano.

@jrherreraucv


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