Algo más que una infeliz circunstancia, por fin, existe la más amplia coincidencia y amargado convencimiento de encontrarnos en una etapa completamente inédita en nuestro historial republicano. En uno o más siglos, añadidas las guerras de independencia y federación, ascendiente alguno pasó por una experiencia semejante a la que ahora atravesamos, incluyendo las largas caminatas con la familia a cuestas para ganar fronteras hacia el sur del continente, o apostar por la selva del Darién rumbo al norte, dejando atrás la visión galleguiana que ingenuamente cultivamos en las aulas escolares.

Coetáneos y contemporáneos sufrimos los rigores de una crisis de honduras todavía insospechadas. Siempre será necesario dejar un testimonio inequívoco a las nuevas generaciones de la diaria tragedia que confrontamos, y, aunque haya una notable brecha digital, importa y mucho dejar prueba de la crisis existencial de una Venezuela que irremediablemente se aloja en  todos y cada uno de nuestros hogares.

Demasiado numerosos los acontecimientos que enhebran las dos últimas décadas y media,  pierden su exactitud, naturaleza y significado por obra de una natural y también artificial sobresaturación noticiosa, banalizándolos, como muy bien lo saben los especialistas que asesoran al gobierno en el campo del terrorismo psicológico. A modo de ilustración, el viejo litigante que debía cruzar el casco histórico de la ciudad capital, sede de los múltiples tribunales ahora reubicados, poco o nada recuerda de la denominada Ciudad Saigón que destruyó en varios años la plaza Diego Ibarra de un mérito arquitectónico que la calculada y rentable remodelación siquitrilló; y algo semejante se evidencia con la versión oficialista de los consabidos sucesos del 11-A, en los que nunca implementaron y, mucho menos, decidieron, el Plan Ávila de las más trágicas y traumáticas consecuencias.

Inevitable que seamos testigos y protagonistas de pequeños y grandes eventos, como del empeoramiento de nuestro hábitat, o de cualesquiera otras incidencias que solemos creer pasajeras e irrelevantes. Al menos, disponemos de la telefonía móvil inteligente que puede hacer un registro bastante económico de las vicisitudes frecuentemente inauditas que presenciamos y padecemos, convertidos en cronistas de la vida familiar, pero también de la de una Venezuela que debe reconocerse a sí misma en claro desafío al poder establecido que la versiona patológicamente.

Son los servicios de inteligencia los que tienen el pulso de nuestra cotidianidad, y, como se evidenció en una actividad realizada en las profundidades y alturas de La Vega, hacia el oeste caraqueño, acompañando a Delsa Solórzano, poco le importó al motorizado oficialista detenerse y desafiar a la muchedumbre opositora, videograbándola. Empero, excepto la útil difusión que los legítimos partidos democráticos difunden, las redes extrañan el testimonio de una sociedad que debe preservar, actualizar y defender la memoria preservándose, actualizándose y defendiéndose a sí misma de las interpretaciones interesadas del régimen.

@Luisbarraganj


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