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La política del autor fue el aporte más significativo de la crítica francesa al mundo, desde las primeras controversias de René Clair frente a los dramaturgos de su época, pasando por los ensayos rupturistas de Alexander Astruc y Francois Truffaut, hasta el nacimiento de la revista Cahiers Du Cinema en 1951, cuando la idea finalmente cristalizó al inspirar la legitimidad del cine como arte, objeto de estudio y centro de la modernidad de la segunda posguerra.

Mucha tinta ha corrido desde entonces, y en días recientes nos planteamos la meta de reflexionar sobre los alcances del concepto en un taller abierto a todo público, a través de la aplicación de Zoom.

Hoy quiero compartir algunas conclusiones a las que llegamos con el grupo de inscritos, entre los que cabe destacar la participación de curadores y miembros de la cultura como Dairo Piñeres y Nancy Farfán, así como de críticos (Cinetica Films), aliados (Magel Tenreiro, Francisco Toro y Federico Blank), jóvenes, profesionales (Oriana Rosas) y entusiastas del fenómeno audiovisual.

Malena Ferrer estuvo a cargo del diseño de las láminas, poniéndole imágenes y textos al debate acerca del trabajo de los directores.

Grosso modo, el autorismo buscó en principio reivindicar el papel de realizadores de Hollywood que lograban imponer un criterio creativo, entre los múltiples compromisos y coacciones de la industria.

El canon descubre un ejemplo en la figura de los míticos Jane Renoir, Orson Welles, Howard Hawks y Alfred Hitchcook, siendo el último un padrino de la tendencia, junto con la impronta de Jean Pierre Melville.

A la distancia puede notarse la ausencia de mujeres y de demiurgos de otros países, ajenos la luna de miel de los franceses con los anglosajones. Parecía un pacto cultural propio de la primera guerra fría, una suerte de Plan Marshall del cine.

Al margen de consideraciones revisionistas, la política del autor propuso tres cuestiones medulares: el deslinde ante el yugo literario de los guionistas y adaptadores de novelones con pelucas, la superación del clasicismo en el sentido de priorizar la emergencia de una forma de libertad técnica y moral, el valor de la puesta en escena por encima del montaje.

Así nacieron los proyectos estéticos de Godard y compañía, del Free Cinema Inglés, del underground de Nueva York, del tercer cine de América Latina, de la irrupción del Tsunami japonés de Kurosawa, de la escuela alemana de Fassbinder y Wenders, de las primaveras de Europa del este, del llamado nuevo Hollywood.

En Venezuela el autorismo dialogó con el surgimiento de Araya, de la Cinemateca Nacional, de los documentalistas de los sesenta, de la generación del boom de los setenta y ochenta, de la vanguardia de los “superocheros”, de los golpazos de taquilla y festivales de Román Chalbaud, Solveigh Hoogesteijn, Fina Torres y Luis Alberto Lamata, hasta la consagración de Mariana Rondón y Lorenzo Vigas en el milenio.

Conviene estudiar bien el fenómeno antes de ponerse a dictar cátedra o robar show, a costa de la negación de la libertad autoral, bajo los controles del estado y de influecers que solo admiten “cosas bonitas” en la pantalla, pues supuestamente la audiencia rechaza la realidad de la crisis.

Semejantes cortapisas confunden y unifican un criterio de censura, que fortalece el esquema represivo del régimen.

De los sesenta en adelante, el programa del autor consiguió un traductor en Andrew Sarris, quien lo importó a Estados Unidos, cuestionando su culto a la personalidad, pero elogiando su filtro para distinguir el grano de la paja.

De tal modo, según el crítico, entendemos que el autor debe honrar una competencia técnica, una consistencia estilística y un significado interno que refrende su mirada.

Por ende, con escasa obra y una obvia falta de identidad, nos vamos quedando huérfanos de autores en el tiempo presente, donde la imitación, el remake, la serie, la franquicia y el estereotipo van dominando a la oferta de contenidos.

Al autorismo le salieron oponentes en el mundo de la filosofía postesctructural, para ir a la esencia del análisis de los filmes, despojándolo de relatos y narrativas románticas sobre el autor como único genio creativo.

Pauline Kael demuestra el mito de la política del autor, desmontando el cliché de Ciudadano Kane, ubicando a Orson Welles dentro de un contexto que le permitió colaborar con escritores y artistas, tan autores como él, como el guionista Mank.

Roland Barthes y Derrida terminaron de darle la estocada al patrón de conducta, declarando la muerte del autor en cuanto depende de una percepción cocreadora del espectador y  de un espiral de intertextualidad (atando a la contemporaneidad a un eterno oficio de reescritura de la historia).

Cahiers Du Cinema continúa, por igual, sacando réditos de su hallazgo, pero haciendo los disclaimers respectivos.

Marcan distancia de la glorificación de talentos sin probidad y carrera, prefieren hablar de cines descentralizados y periféricos, que garantizan la democratización del concepto de autoría.

El director del mes, el realizador de bajo perfil y discreto, son los patrones que mejor se adaptan al 2021.

De todas maneras, el autorismo se ha instilado como diseño de marcas instantáneas, en el espacio del storytelling de las redes sociales.

Cuestión de observar el asunto con ojos de veterano curtido en mil batallas.

No irse tan arriba con aquel nombre que despunta en Marvel, que apenas empieza a definir una trayectoria.

Los showrunners se toman por los nuevos autores, reivindicando las características de demiurgos que antes consagraron a Coppola, Scorsese y Lucas.

La herramienta de la teoría del autor es de suma utilidad, con sus luces y sombras, para interpretar al planeta de Netflix y Tik Tok, estableciendo sus verdaderos límites.

En la visión pesimista, el arco dramático del autor concluyó y permanece atrapado en un callejón sin salida.

Según la posición idealista, hay alternativas y futuro en chicos y chicas que reclamen un relevo autoral, divorciado de cualquier mesianismo y existimo.

Todavía tienen mucho que probar.

Estoy atento al devenir del autorismo, afrontando los retos que supone lidiar con los consensos del cristal, del despertar y de la corrección política.

Trabas para un autorismo que necesita menos dogmas que estímulos de quiebre de la convergencia.

Por un posautorismo disidente y consciente de sus amenazas, circunstancias y eclipses.


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