Si algún propósito tiene este artículo, es el de hacer patente las oportunidades que, para el crecimiento de las economías de América Latina y el Caribe, tiene el cierre de las brechas existentes en el mercado laboral, entre hombres y mujeres. De estas brechas se habla con frecuencia. Se refieren a la división sexual del trabajo; a las prácticas de segregación y discriminación todavía vigentes; a las desigualdades que se mantienen en las oportunidades de acceso a empleos o a la formación técnica y profesional necesaria para la empleabilidad en nuestro tiempo; o a las evidentes diferencias en la calidad de la oferta de los empleos para hombres y mujeres.

Hay que señalar que, en las últimas dos décadas, con una performance que supera a las demás regiones del mundo, América Latina y el Caribe han logrado reducir la brecha de participación laboral, en casi 10%. Más todavía, se estima que, en los años que vienen, las cifras actuales podrían mejorar un poco más. Ahora mismo, los hombres tienen una participación de alrededor de 75% en el mercado laboral, mientras que las mujeres solo alcanzan alrededor de 50%. Este último promedio está por encima del promedio mundial, que es de 48,5%.

Estas diferencias –hablo de las brechas–, y esto es importante recordarlo, no son fenómenos aislados: interactúan y se alimentan entre sí. Cada brecha es una negatividad que actúa como factor activo de otra. Si una niña no tiene hoy el acceso que merece a una formación técnica adecuada, y además tiene que compartir con su madre las tareas de mantenimiento del hogar, lo más probable es que mañana se encuentre en desventaja para competir por un puesto de trabajo mejor remunerado.

Este conjunto de elementos, a su vez, está inscrito en el marco general de la sociedad, que afecta a mujeres, hombres y familias: graves desigualdades sociales y económicas que se perpetúan en América Latina y el Caribe; grandes capas de la sociedad que siguen viviendo en condiciones de pobreza o pobreza extrema; presencia de modelos culturales patriarcales que, entre otras cuestiones, son vector causante de violencia de género; sobrecarga, en las mujeres, de las responsabilidades del cuidado de los hijos y del hogar, las cuales se levantan como muros reales, para que puedan ingresar, plenamente, a los mercados de trabajo y constituirse en factores todavía más dinamizantes de la economía. Con todo esto intento decir al lector: se han producido avances, pero todavía las tareas por delante son titánicas.

Algunas de las cifras que aporta el documentado informe elaborado por Iliana Vaca Trigo, Oportunidades y desafíos para la autonomía de las mujeres en el futuro escenario del trabajo, que pertenece a la serie Asuntos de Género, publicado por Cepal este 2019, puede darnos algunas pistas de la magnitud, la concentración, la planificación y la responsabilidad que exigen las realidades en curso. Pondré algunos ejemplos.

Un poco más de 43% de las mujeres entre 20 y 59 años, señala a los embarazos; al cuidado de los hijos, los padres y otros familiares; al tiempo que exige el mantenimiento del hogar y la preparación de los alimentos, como factores que les impiden buscar y detentar un trabajo remunerado. A esta complejidad se suma otra, realmente oprobiosa: las prohibiciones que se producen en el contexto de las propias familias, de padres o parejas –he leído incluso de prohibiciones provenientes de los hijos– dirigidas a impedir que las mujeres se incorporen al mercado laboral. En trabajos de campo o en reportajes que se hacen sobre familias que viven en condiciones de extrema pobreza, los casos llegan a este punto: la sola propuesta de trabajar se castiga con acoso verbal, maltratos físicos y hasta con la muerte.

Justo el día en que escribo este artículo –17 de julio de 2019–, el diario ABC de España reseña algunas conclusiones del estudio “¿Existe penalización por maternidad? Mujeres y mercado laboral en España, desde una perspectiva de familia”, que destaca el impacto en los ingresos –también, en menor medida, para los padres– que supone el embarazo para las mujeres. Esta información nos arroja una perspectiva necesaria: esta problemática no es exclusiva de América Latina, sino que se extiende por todos los países.

Es una realidad: el trabajo del hogar, que nunca es remunerado, es una barrera concreta, enorme y extendida, que impide –literalmente– la incorporación todavía mayor de las mujeres al mercado de trabajo. No solo no se remunera: tampoco tiene horario. En el caso de familias numerosas, las jornadas se extienden a lo largo de hasta 18 horas diarias. De estas personas, insólitamente, se dice que “no trabajan”, cuando en realidad es justo lo contrario: mantienen la organización de los hogares, su operatividad y hacen posible que el resto de la familia pueda dedicarse al trabajo o a la escuela.

Una primera y obvia consecuencia de lo anterior se proyecta sobre las cifras de desempleo en América Latina y el Caribe: mientras el promedio general para los hombres, en 2017, era de 7,6% para los hombres, para las mujeres era de 10,4%.

Hay sectores productivos en los que todavía la prevalencia masculina es escandalosamente alta. 13,3% de los hombres se desempeñan en la construcción, mientras que las mujeres son menos de 1,6%. En varios países, de acuerdo con el mencionado reporte de Iliana Vaca Trigo –Bolivia, Panamá, Argentina, Chile y Brasil– el porcentaje de empleo de los hombres supera 15%.

En el comercio, 21,9% son mujeres, mientras que el porcentaje de hombres es menor: 17,7%. En cuatro países centroamericanos, la tasa de las mujeres en ese sector se dispara: 36,1% en Guatemala, 30,2% en El Salvador, 29,5% en Nicaragua y 28,2% en Honduras.

Pero donde la brecha alcanza su expresión más dramática es, sin lugar a dudas, en el sector del cuidado, que, además de enseñanza, salud y asistencia social, incluye el del empleo doméstico que, como bien sabemos, es una importante fuente de trabajo para las mujeres en toda América Latina y el Caribe. La diferencia es inequívoca: mientras 27,7% de las mujeres se desempeñan en esta categoría, los hombres apenas suman 5,4%. Hay países donde el porcentaje referido a las mujeres es superado con creces: Argentina (42,8%), Uruguay (38,4%), Brasil (33,7%), Costa Rica (32,6%) y Venezuela (30,5%). En el caso de los hombres, un caso resulta llamativo: Chile, donde el empleo masculino alcanza 8,4%. No puedo dejar de recordar aquí que los trabajadores dedicados al servicio doméstico deben ser algunos de los más afectados por los bajos salarios, la ausencia de seguridad social y, dicho en términos más generales, por la precariedad recurrente de las condiciones en las que prestan su servicio.

Otras manifestaciones de la desigualdad, a las que me referiré de forma todavía más sumaria, abarcan todos los sectores productivos. No solo se limita al tema de la remuneración –según un dato de 2016, entre trabajadores urbanos comprendidos entre 20 y 49 años, que trabajan al menos 35 horas a la semana, el ingreso de las mujeres equivale a 83,9% del promedio de los hombres–, sino también a la inequitativa distribución de oficios y profesiones de menor cualificación, cuya concentración es mayor en las mujeres que en los hombres. Más de 55% de las mujeres están empleadas como vendedoras (29,5%) y en trabajos no calificados (26%). 51,8% se desempeñan en sectores de baja productividad. De ese total, más de 82% no cotiza para algún sistema de pensiones. El otro factor que es menester mencionar es el de la llamada segregación vertical, que explica el fenómeno de bajo acceso de las mujeres a puestos de alta dirección. Dos cifras lo demuestran: en América Latina, 19,9% de las mujeres ocupan la posición de gerente general. En el Caribe el porcentaje es un poco más alto: 23,9%.

Desde hace algunos años, de modo semejante a lo que los expertos vienen afirmando con respecto a la economía del planeta, también en América Latina y el Caribe el pronóstico de los especialistas es coincidente: cerrar las brechas de la desigualdad en el mercado laboral tendría tres efectos encadenados: uno, aumentaría el ingreso de los hogares –en rangos que van de 3% a más de 10%, dependiendo del país–; dos, reduciría la pobreza de “manera relevante”; y, tres, reduciría los indicadores de la desigualdad.

En el estudio de McKinsey Global Institute, de 2015, al que me referido en alguna otra ocasión, se estima que el cierre completo de las brechas en tres categorías, Participación en el mercado laboral, Cantidad de horas trabajadas y Participación en todos los sectores económicos, podría incrementar el PIB de la región 34%, en un período de muy pocos años. La propia Cepal, en su documento Panorama Social de América Latina 2018, “concluyó que en un escenario de cierre de brechas de participación al 2030, se alcanzaría un crecimiento adicional del PIB –por efecto de la mayor participación de las mujeres– de 7%”.

Convertir los riesgos en oportunidades requiere de políticas macro que involucren a toda la sociedad. No basta con definir criterios como el de unas políticas públicas intersectoriales o establecer proyectos interdisciplinarios. La cuestión del cierre de las brechas tiene que ser un debate en los hogares, contenidos en las aulas, formación en los centros de trabajo, prácticas en las comunidades, campañas y legislaciones en los países. Hace falta simultaneidad, consistencia, verdadero compromiso con los objetivos y sus consecuencias, y una acción en todos los niveles y ámbitos del espacio público.

Los desafíos por delante son de envergadura, como advertí, pero tienen el aliciente de que sus beneficios podrían cambiar, para bien, el rumbo de los países, no solo en lo económico, sino también en lo social, en lo cultural y en los parámetros de la convivencia.

 


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